Sesión nocturna

Es verano, está atardeciendo. Una joven pareja conversa fuera de una cabaña que bordea el cercano bosque.
—¿Y tiene que ser esta noche? —preguntó Camila.
—Esta noche hay luna en cuarto creciente —respondió Gerardo mientras se acomodaba el bolso fotográfico en el hombro.
—Pero no me gusta quedarme sola. ¿Y si tomas las fotos desde el patio?
—Ahí se ven postes y cables. En el bosque la luna se destaca entre los árboles.
—¿Vas a llevar al perrón? —consultó la mujer— Se pone inquieto cuando es tarde y no has llegado.
—Se queda —dijo él— y esta vez le voy a poner una cadena para que no me siga. No olvides dejar encendida la luz del patio y de la cocina.
—Gerardo. Cuando llegues no me despiertes haciendo ruido. Prefiero que te sumerjas en mis sueños.
—¿Qué tipo de sueños? —quiso saber él.
—Puedes averiguarlo cuando vuelvas. —respondió Camila— ¿A qué hora vas a regresar?
—De madrugada, si no me pierdo en el bosque.
Pasada la medianoche, Gerardo ya estaba en la parte alta del bosque. Pensó que mejor podría haber ido por el lado de la quebrada; ahí la laguna es más ancha y aprovecharía de tomar fotos de la luna reflejada en el agua, pero para eso debería haber salido más temprano.
Limpió el lente de su cámara mientras aspiraba el húmedo aire nocturno del bosque. Aseguró las patas del trípode, fijó la cámara y empezó a buscar el enfoque cuando lo sobresaltó una voz a sus espaldas:
—Cuando se le busca no se le encuentra.
Gerardo casi da un grito con el susto. En la tenue luz se perfilaba un encorvado viejo apoyado en un palo tan doblado como él.
—¿Qué cosa? —preguntó Gerardo, tratando de sacar una voz lo más natural posible.
—Cuando se le busca no se le encuentra. —afirmó el viejo— Para encontrarlo hay que saber lo que él busca.
—Perdón, no le entiendo. —añadió Gerardo.
—No es cosa de entender, es cosa de estar atento —dijo el hombrecillo mientras se alejaba.
Gerardo vió cómo el viejo subía trabajosamente por la ladera. De pronto recordó que era fotógrafo. Tomó la cámara para tratar de enfocar la enclenque figura recortada contra la luna. Pegó el ojo al visor, pero ahí solo se veían bosque y luna. Dejó la cámara y miró alrededor. Había desaparecido.
—¿Adónde se fue? —exclamó.
Siguió buscando con la mirada, se puso a caminar lentamente y de tanto en tanto giraba la cabeza por si el viejo aparecía a sus espaldas.
Después de un rato le dieron ganas de orinar. Se acercó a un gran árbol, y estaba disfrutando el alivio de su vejiga, cuando sintió unos leves ruidos al otro lado de unos espesos matorrales. Se apegó más todavía al tronco al ver dos pequeñas luces que se movían lentamente. Se acercaron a unos veinte metros, se detuvieron y se apagaron.
Gerardo estaba inmóvil, su mano derecha asía firmemente el trípode, dispuesto a darle un golpe a lo que fuera que se acercara. Nada se movía. Sabía que ahí había algo o alguien y sólo se le ocurrió gritar con fuerza.
—¡Holaaaa!
—¡Ah mierda! —gritó alguien.
—Putas, no nos asuste —saltó otra voz.
—¿En qué andan tan callados con esas luces? —preguntó Gerardo mientras se subía el cierre del pantalón.
Se acercaron dos hombres, uno alto de bigote y el otro bajo con voz de pito.
—Andamos buscando rastros del patas mojadas —dijo con voz ronca el hombre alto—: es una criatura de dos patas que sale en la noche de la Laguna de Córdoba. Moja y embarra todo por donde pasa.
—En cuarto creciente sale a seducir mujeres —añadió con voz de pito el bajito.
—¿En serio o me están bromeando? Sólo he visto al viejo con el bastón de palo.
—¿Un viejo doblado con un bastón chueco?
—El mismo. —respondió Gerardo— Dijo que para encontrarlo había que saber lo que él busca.
—A ese viejo lo encontraron muerto el año pasado —dijo el de voz ronca.
—No puede ser; si hablé con él ¿Y cómo murió? —repuso Gerardo.
—Murió ahogado. —respondió el hombre bajito—
—¿En la laguna?
—En su casucha del bosque; tenía la boca tapada con barro.
Gerardo sintió una extraña frialdad que comenzaba a recorrer su cuerpo. Esos tipos parecían peligrosos.
—¿Usted es casado? —preguntó el hombre alto tomándolo del hombro.
—Si es casado debería estar en su casa —agregó el bajito acercándose.
—¿Cómo? —contestó Gerardo mientras retrocedía dejando caer la mano del hombre ronco.
—Hay que ser soltero para andar de noche en el bosque. El patas mojadas puede oler que usted está aquí y se va a meter a la cama de su mujer —recalcó el hombre alto.
—¡Jajajaja!, ¡qué buena, jajaja! Buen aviso, gracias, gracias amigos, un gusto conocerlos, que estén bien y cuídense —respondió Gerardo mientras se alejaba rápidamente.
“Puta los tipos raros —se decía para sí mismo—, primero el viejo loco y ahora estos chiflados que andan con cuentos de fantasmas mojados. La Cami se va a estrujar de la risa cuando le cuente.”
Miró su reloj, eran las 2:30 de la madrugada y ya no tenía ganas de seguir con lo de las fotos. Dio por terminada su sesión nocturna y buscó el sendero que salía a los potreros.
Ya se acercaba a las parcelas cuando notó que las luces de su casa estaban apagadas.
—¡Qué olvidadiza es la Cami! —dijo—. Dejó apagadas todas las luces.
Al atravesar por el patio, pisó algo duro que produjo un chasquido. Quedó inmóvil, luego, con el pie, lo movió un poco hacia un lado. Se sentía como un objeto pesado e inerte. Lo levantó con cuidado acercándolo a la cara.
—Este perro de mierda se escapó otra vez; dejó la cadena rota y embarrada.
Fue por la parte de atrás de la casa. Abrió lentamente la puerta de la cocina tratando de no hacer ruido para no despertar a Camila. A la cara le llegó una fuerte sensación de humedad junto con un ruido de muebles que se golpetean.
—¿Cami? —preguntó.
Nadie respondió; quedó todo en silencio y luego se escuchó un ruido de algo que se arrastra.
—¿Cami? ¿Estás ahí? —reiteró.
—¿Gerardo? —respondió Camila desde la oscuridad con voz suave y profunda.
—Sí. Cami, ¿qué estás haciendo?
—No enciendas la luz. —dijo ella.
—¿Pero qué haces?
—Estoy limpiando la cocina. —explicó Camila.
—¿A oscuras? ¿Y a esta hora?
—Veo bien así. No la enciendas.
—A ver… ¡ahhh, te atrapé…! Oye, estás desnuda y sudada.
—Anda a ducharte —agregó Camila
—Pero si no estoy sudado.
—Pero estás seco. Estás muy seco. No enciendas la luz, te vas a acostumbrar —le dijo mientras lo empujaba al baño con sus húmedas manos.
—Esta Cami —pensaba Gerardo— de repente sale con cosas tan locas.
Cerró la puerta, bajó sus pantalones y se sentó en la taza del baño. Cami tenía razón, se estaba acostumbrando a ver mejor en la oscuridad. Empezaba a distinguir los dedos de sus manos, el lavamanos, la cortina del baño… y bajo esta se comenzaban a perfilar los embarrados dedos de unos inmensos pies desnudos.