Mis peores enemigos

El emperador observó al delgado prisionero. Éste aún tenía el pelo rebelde y la mirada altiva de aquel vivaz niño que se había criado en las cocinas de su palacio. Había sido alegre compañero de juego de sus hijos y diligente mozo de sus caballerizas, hasta el día que desapareció para seguir una secta clandestina.
—Eres joven para ser un predicador —le dijo el emperador.
—No soy un predicador, Su Excelencia.
—¿Por qué le hablas a la gente entonces?
—Porque me preguntan, igual que usted.
—Pero eres un cristiano.
—Quizás me llaman así porque trato de seguir algunas virtudes de Cristo.
—Eres un sinvergüenza entonces; sigues solo algunas reglas. ¿Por qué no las sigues todas para hacerme más fácil condenarte a muerte?
—Quisiera ayudarlo, Su Excelencia. Pero cuando veo que son muchas reglas, quedo paralizado, de modo que comienzo con unas pocas.
—¿Como cuáles?
—Ama a tu prójimo como a ti mismo.
—¿Amarías a tu enemigo?
—Estoy aprendiendo a conocer y amar a mis peores enemigos, que son los que tengo dentro de mí.
—Nómbrame uno de tus enemigos.
—La complacencia.
—¿Complacencia de qué?
—Complacencia de que me escuchen, complacencia de sentirme superior, complacencia de…
—¿Matarías a ese enemigo?
—No, Su Excelencia, aunque me complacería hacerlo. Dejo que se mueva libremente, lo observo, veo cómo me identifico con él, y como eso me parece muy gracioso, aparece cada vez menos.
—Pero si un enemigo te quiere matar, ya no puedes amarlo.
—Tal vez ese enemigo no quiere matarme a mí, sino que quiere matar un aspecto mío que no le gusta a él, y entiendo que quiera hacerlo si no sabe distinguir mi ser de mis aspectos.
El emperador dio vueltas por el salón, golpeó la mesa e hizo salir a sus guardias. Se acercó al joven y le dijo:
—¡Eres un idiota! Entiendo lo que me dices. Yo mismo me lo he preguntado pero no puedo decirlo. Yo soy el emperador, y si digo esas cosas ya no tendré lugar donde esconderme. Pero tú… tú eres sólo un siervo. El imperio no va a cambiar ya sea que vivas o mueras, así que haré las dos cosas contigo.
—¡Guardias, a mí!
Los guardias entraron y rodearon al joven.
—Este prisionero irá extraditado a nuestra avanzada militar en Libia. Cumplirá ahí cuatro meses en prisión. Si regresa a Roma será ejecutado de inmediato.
Los guardias rodearon al prisionero y partieron a la voz de marchar. Cuando la formación se alejaba por el pasillo, el emperador alzó levemente el brazo para despedirse del más querido de sus hijos.