El guardián de las maletas

En el verano de 1966, cuando tenía ocho años, llegamos a vivir a Santiago y nos preparamos para ir unos días a la playa, pero justo entonces mi papá se enfermó de tifus. Para no contagiarme, mi mamá le pidió a mi tío Aurelio, que trabajaba de vendedor viajero, llevarme al sur con él. Yo estaba contento porque me gustaba viajar en tren y además el tío Aurelio siempre contaba chistes y se hacía amigo de todo el mundo.
Salimos un día sábado de Santiago, en un tren de siete carros tirados por una locomotora eléctrica. Llegamos a la estación de Osorno ya de noche. Bajamos y mi tío me dejó en el andén cuidando las maletas mientras iba a llamar por teléfono.
—Estate atento —me dijo antes de irse— mira que los ladrones roban cuando uno pestañea.
Yo me quedé abrazado a las maletas con los ojos bien abiertos tratando de no pestañear, pero luego pensé que si las abrazaba con las piernas sería lo mismo y así podría estar sentado en ellas. Había mucha gente con maletas, bultos, canastas y gallinas. De pronto escuché un fuerte resoplido y otro y otro más, como si se acercara un gigante cansado. Mirando hacia al fondo, detrás de la gente, vi que se acercaba un inmenso chorro de humo blanco que iba derechito al cielo. Me levanté para ver de más cerca. Era una inmensa locomotora de vapor que venía entrando a la estación. Eché otra mirada y volví a sentarme al tiro en las maletas, acordándome de no pestañear. En ese momento apareció mi tío con cara de preocupación.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Sí, pero tengo hambre, quiero un sandwich —respondí.
—No te muevas de aquí —dijo mientras se sacaba la chaqueta de un tirón y salió apurado subiéndose las mangas de la camisa. Yo me quedé pensando qué tan grandes debián ser los sándwiches de Osorno que había que arremangarse para traerlos.
Volvió enseguida, con la camisa abierta y con dos maletas iguales a las de nosotros.
—¿Por qué compraste más maletas? —pregunté extrañado.
—Estas son las de nosotros, las habían robado. Te sentaste en otras.
Me dió mucha rabia, así que me puse a mirar fijo a todos los que pasaban, por si a alguien se le ocurría acercarse a nuestras cosas.
—Los ladrones sí que son esforzados, —comentó mi tío, mientras se arreglaba la camisa— no faltan al trabajo aunque sea sábado, domingo o festivo.
—¿Y cómo las encontraste? —le pregunté.
—Vi pasar a un tipo apurado con unas maletas que me parecían conocidas y vine a ver si estabas bien, luego lo alcancé en la calle y se las quité con cuatro puñetazos y una patada.
—¿Cuatro puñetazos y una patada? —dije soltando una risotada.
—Sí, cuatro puñetazos y una patada, bien dados.
Me puse a dar puñetazos y patadas en el aire para practicar, pero sin querer le atiné en el trasero a una señora que se dio vuelta muy molesta.
—¡Señora mía! —dijo mi tío moviendo las manos como si fueran mariposas—, por favor, disculpe a mi sobrino por ser tan bruto con la belleza femenina.
Yo quedé con la boca abierta, no por lo de bruto, sino porque no veía ninguna belleza.
La mujer sonrió y puso los ojos entrecerrados igualito al Canícula cuando uno le rasca la espalda.
Como mi tío no le tomó más conversa, ella continuó su camino, moviendo el trasero de una manera que tenía los ojos de mi tío pegados en él.
—El bruto eres tú, —le dije dándole un codazo en las costillas para despabilarlo— Esa señora te podría robar las maletas sin puñetazos ni patadas.