El día que perdoné a la mosca

Sí, la perdoné, no la maté como hice con sus hermanas aquel día. Quizás estaba relajado y eso mismo me hizo ver las cosas de otra forma.
Algo había escuchado acerca del efecto mariposa, que dice que si uno mata una mariposa; por una extraña cadena de sucesos, se produce un tornado en alguna isla de Japón. Bueno, algo así pero al revés, fue lo que sucedió ese día.
Bajo la malla de la ventana ya tenía cuatro cadáveres de mosca y una quinta, que andaba revoloteando; estaba haciendo méritos para unirse al grupo. El insecto se apoyó en la malla, yo levanté lentamente el matamoscas y estaba a punto de dar ese rápido golpe que la tumbaría, pero me detuve.
La estaba mirando; me quedé observando cómo la mosca se frotaba las patas y luego les pasaba su trompa en un ritual de limpieza.
¿Sabría la mosca que iba a morir y se estaba preparando para eso, o no le importaba morir? ¿Es más importante limpiarse que morir? Lo que sí era evidente es que parecía disfrutar el simple y pequeño mundo de limpiarse las patitas.
Bueno, la perdoné y no solo eso, sino que abrí la ventana para que saliera, y se fue rápidamente.
Iba a volver a mi nada que hacer, pero decidí tomar desayuno. Había algo de pan y mantequilla, sin embargo quería algo más contundente, y lo merecía, ya que no todos los días alguien perdona a una mosca.
Salí a comprar un pan de dulce. Entré a una panadería cercana y la vendedora me saludó.
—Hola, ¿Qué va a querer?
Yo, aún impactado por mi proeza con el matamoscas, le comenté:
—Hoy perdoné a una mosca.
—¿Perdonó a una mosca?
—Sí. —le respondí.
—¿Era una mosca buena? —preguntó ella.
—No sé si era buena o no, la verdad es que eso no me preocupaba.
—¿Y qué le preocupaba? —preguntó ella.
—En ese momento nada me preocupaba.
—Entonces está feliz. —agregó sonriendo.
—¿Feliz?
—Sí, feliz por tener pocas preocupaciones.
—¿Usted tiene muchas preocupaciones? —pregunté.
—Unas pocas y una de ellas debería ser qué va a querer, pero me gusta su charla.
En ese momento llegaron dos mujeres que parecían apuradas por comprar.
—Atiéndalas a ellas —le dije—, yo estoy como niño en recreo.
—Ya vuelvo —me dijo mientras se alejaba con una sonrisa.
La miré a hurtadillas mientras entregaba unos panes de miel, luego pasé la vista por la variedad de tortas y pasteles. Ninguno parecía tan dulce como ella.
—¿Y qué pasó con la mosca? —dijo cuando regresó.
—La dejé salir, abrí la ventana para que quedara en libertad.
Quedó en silencio. Sus ojos tomaron una exquisita profundidad cuando me preguntó:
—¿Eso va a pasar con todas las moscas?
—Me pasó con esa en especial. —respondí
—¿Y qué la hace especial?
—Quizás porque la iluminé.
—¿La iluminó? —dijo sorprendida.
—Sí, con admiración.
Inclinó la cabeza mirándome interrogativa. Puso sus manos sobre el mesón e inclinándose levemente hacia adelante me preguntó.
—¿Y qué va a querer?
—Un pan dulce espolvoreado con azúcar.
De la vitrina tomó un pan de vainilla relleno con manjar y le sacudió encima un frasco de polvo de azúcar. Lo envolvió con destreza en un papel café y lo puso en mis manos.
—¿Cuánto es? —le pregunté.
—Nada.
—¿Cómo? —exclamé.
—Un regalo de la mosca.
Me di cuenta que sus ojos estaban viendo algo dentro de mí. Algo que ni en mil espejos yo habría sabido ver.
—Pero tú no eres mosca. —le dije.
—¿Y si lo fuera?
—Te dejaría en libertad.
—Muchas gracias —dijo, mientras, con una sonrisa, acercaba los dedos a sus labios y, con placer, sorbía el polvo de azúcar.