El camino al paraíso

Esa noche el obispo estaba con sueño intranquilo, quizás se debía a la cena. Mañana le diría a la cocinera que cambiara el cerdo por pavo que era más sano. También estaba lo de ese extraño sueño; venía un fraile a buscar algo para llegar al paraíso.
En la mañana despertó de mejor ánimo pero solo le duró hasta que trató de ponerse la sotana. Comenzaba a quedar muy ajustada, tomó su agenda y anotó que debía venir el hermano sastre para que le tomara nuevas medidas.
Unos discretos golpes en la puerta anunciaron a su secretario.
—Su excelencia, muy buenos días. En el jardín hay un viejo fraile peregrino que desea darle sus saludos.
—Dele mis bendiciones, ahh y también agua y un poco de pan para el viaje.
—Quiere hablar con usted su excelencia.
—¿De qué orden es?
—No lo ha mencionado. Tampoco pude saberlo por lo desgastado de su hábito.
El obispo recordó su sueño y hizo que llevaran al fraile a su presencia.
—Hermano. ¿A dónde te diriges?
—Al paraíso.
—¿Y sabes dónde está?
—Debo estar cerca, cada día encuentro más señales de el.
—¿Y qué señales son esas?
—El rocío en los campos al amanecer, un pan compartido a la vera del camino, la risa de un niño jugando con un cachorro, el silbido nocturno de un enamorado…
El obispo recordó cuando él era joven y oraba de noche, casi a gritos, por alguien que le diera una pista de ese camino. Años atrás tal vez se habría aventurado a una cosa así. Ahora su labor era administrar la iglesia para recordar a los creyentes que en el cielo existe el paraíso; alcanzable a través de los sacramentos por supuesto.
—¿Y qué necesitas? —dijo al recordar que tenía una reunión con el gobernador y ya debía despedirse del fraile.
—Necesito compañía.
—¿Compañía?
—Sí, necesito la compañía de tres monedas de oro.
—¿Y para qué es ese dinero?
—No lo voy a gastar, si encuentro el paraíso se lo devolveré.
A regañadientes el obispo le entregó las monedas y se despidió de él. Pero se arrepintió y, antes de que el fraile llegara a las puertas de la ciudad, lo alcanzó y le preguntó:
—¿Puedes hacer el viaje con dos monedas?
—Si también.
—¿Y con una?
—También.
—¿Y si no llevas ninguna?
—También puedo —dijo el monje mientras le devolvía el dinero—. La verdad es que así iré más aligerado y sin preocupaciones.
—¿Y por qué vienes a pedirme monedas para el viaje si puedes hacerlo sin ellas?
—Tuve un sueño en que veía que, como trabajas en esto, estarías encantado de dejar el oro para acompañarme.