El agua fresca

Rasvín, un joven erudito, fue en busca de Anmarsuan, un monje que le podía enseñar el arte de la atención. Le indicaron que vivía en la otra orilla del río, y, para no mojarse, podía pagarle al barquero para que lo llevase allí.
El barquero llevó a Rasvín y le indicó el faldeo de la montaña donde podía encontrar al eremita. El joven se presentó ante él y le pidió que le enseñara la práctica de la atención.
El monje le entregó un cántaro para que bajase al río a buscar un poco de agua fresca.
Volvió rápidamente Rasvín con el agua y el monje le preguntó:
—¿Qué sientes?
Él respondió:
—Siento que estoy haciendo algo útil, pero encuentro que es un desperdicio de viaje, pues podría traer el cántaro con más agua.
Anmarsuan le indicó entonces que trajese el cántaro lleno, y una vez que lo hizo volvió a preguntarle:
—¿Qué sientes ahora?
—Me siento agradecido que me des la oportunidad de servirte, aunque preferiría que me enseñaras acerca de la atención.
El monje se acercó a la jarra, olió el agua y le dijo:
—Esta no es agua fresca. Bótala, no sirve, y trae el cántaro lleno con agua fresca.
Rasvín bajó al río y volvió a subir con el agua. Éste la olió nuevamente y le dijo:
—Vuelve a cambiar el agua.
Así estuvo el joven todo el día, sube y baja con el jarrón de agua, hasta que al atardecer, ya muerto de cansancio, se detuvo a medio camino; dejó el cántaro en el suelo y, con la respiración galopante, observó los cambiantes colores de las montañas mientras se ocultaba el sol. El corazón le latía tan fuerte como si tuviese un toro acorralado. El sudor le corría por el cuerpo y le daba picazón en lugares que ni sabía que existieran.
El monje llegó a su lado y le dijo:
—Prueba el agua.
El joven levantó la jarra, probó un poco de agua en sus labios, y luego tomó un gran sorbo. Se quedó un momento inmóvil con el jarrón en las manos, y en seguida lo elevó por sobre su cabeza y, de un sola vez, derramó todo su contenido encima del cuerpo.
El monje sonrió y volvió a decir:
—Prueba el agua.
Rasvín sonrió también y bajó lentamente mientras se quitaba la ropa. Se metió al río sintiendo cómo sus pies, apoyados en la resbalosa grava, sostenían su peso, a la vez que el viento refrescaba su espalda mojada. Introdujo sus brazos, hombros y cabeza en el agua mientras sentía que la corriente del río atravesaba su cuerpo y deshacía el cántaro de su mente. Era la primera vez que le prestaba verdadera atención a su cuerpo y a su entorno.
Sacó la cabeza del agua, observó que el cielo estaba tomando un resplandeciente color anaranjado, y que unas aves volaban a ras del río en busca de los insectos que comenzaban sus salidas nocturnas.
Hacia la orilla, vio al monje, subiendo la ladera con el cántaro lleno de agua fresca.