Alberto el depredador

16 de Junio de 2021

Alberto no representa sus 32 años. Sus ojos hundidos, enmarcados en un rostro grisáceo, sugieren una edad cercana a los cincuenta. En contraste su traje de oficinista es llamativo y juvenil, como intentando compensar la cara y las manos de su propietario. Sí, también las manos tienen ese color ceniza, aunque lo más notorio en ellas es un leve temblor, que no desaparece hasta que puede escapar al bar de la esquina a empinar una copa.

Otro detalle de sus manos, o mejor dicho de su mano izquierda, es su anillo de casado, lo único que quedó a flote de su naufragio matrimonial. El anillo está brilloso de tanto sobarlo al pedir dinero prestado para el taxi, los remedios de su abuelita, un vecino desahuciado, una colecta por el terremoto en Nepal y un sinfín de otras mentiras para cubrir sus deudas en los bares.

La sortija hace tiempo que hubiese terminado empeñada, pero la mantiene, no por nostalgia, sino porque funciona muy bien como cerca eléctrica para las mujeres que buscan conversa. No es que él tenga algo contra las mujeres, por el contrario después de unos tragos todas le parecen muy excitantes, pero se cansó de que, por mucho que ellas beban, siempre son reacias a pagar la cuenta.

De existir una guía de depredadores urbanos Alberto merecería en ella una página destacada. Si sus presas escasean va a cazar a otro lugar.  De manera que debe buscar trabajo cada dos meses, cuando ya no le queda colega o conocido a quien sablear. Cual viejo león africano, sus paradas a la sombra de un bar se han vuelto cada vez más largas y soñolientas. Algunas personas le miran de lejos, intuyendo el inevitable desplome de un arrugado traje de oficinista, incapaz de sostener un cuerpo tan leve y gris como la ceniza.