Había tomado el último bus a Valparaíso. Me acomodé para dormir un poco cuando recordé que no había guardado la billetera. Busqué en los bolsillos y no estaba, revisé la mochila y ahí tampoco. Recordé que, en algunos asientos de buses, las cosas pequeñas quedan metidas en el espacio entre el respaldo y el asiento; metí la mano y toqué algo duro. Ahí estaba, pero sentí que había algo más. Era un pequeño estuche de colores, adentro tenía un billete de dos mil pesos, unas monedas, una boleta que decía “Vale por un envase de cerveza”, y una cuenta de luz con aviso de corte. También había una arrugada hoja escrita a mano:
Qué noche aquella, Mariana, en tu pequeño cuarto del balcón azul. Iluminados sólo por esa cómplice luna ovalada que se colaba por tu ventana; ciego para todo lo que no es tu piel, sordo a todo lo que no es tu voz. Si de tanto abrazarnos sentía que las flores del papel mural danzaban como ballet de estrellas de mar. Tan loco estaba que quería salir a la calle a pedirle a la luna, sí, así, desnudo y con bototos, que por favor se detuviera para eternizar las horas en tu pequeño cuarto del balcón azul.
La dirección de la boleta de luz era por el Cerro Alegre y al día siguiente, que era sábado, me dediqué a buscar hasta que llegué a una calle estrecha y, no podía creerlo, ahí, en esa dirección, había un balcón azul. Me quedé mirando. “Será ese”, me decía, cuando en el apareció una muchacha con el pelo mojado. Tendió una toalla y por un momento dejó sus ojos como interrogando al cielo, su mirada bajó lentamente, a la calle, sin verme, como si estuviese desierta; volvió la vista a las glotonas nubes y entró.
Tomé por una angosta y larga escalera, toqué en una puerta; abrió la misma joven del balcón.
—¿Mariana? —pregunté.
—Sí.
—¿Este estuche es tuyo?
Tomó el estuche, lo abrió y comenzó a leer la hoja.
—¿Dónde estaba? —dijo.
—Lo encontré en un bus y la boleta tiene esta dirección.
Terminó de leer la hoja y empezó a romperla en pedazos.
—¿Pasa algo? —le pregunté.
—Nada. Ya dejó de pasar.
Tomó una guitarra que estaba colgada de la pared, le quitó el polvo con la manga de su suéter y se sentó a tocar una lenta tonada. Parecía estar en otro universo de recuerdos y dolores. Me sentí extraño, forastero en ese lugar. Me iba a retirar cuando me dijo:
—¿Sabes alguna canción?
—No, no sé, creo que no soy bueno para cantar. —respondí.
—¿Y alguna de niño? —preguntó otra vez.
Me acordé de una que cantábamos con mi hermana chica. Y me puse a recitar mientras movía la cabeza.
—Los ratones, los ratones, pobreciiiitos los ratones. Los ratones, los ratones, pobreciiiitos los ratones.
—¿Y esa canción? —dijo Mariana— No la conocía.
—La inventé cuando era chico.
—¿Y cómo sigue?
—Esa es toda la canción. —respondí.
—¿Es toda? ¡Jaja!, ¡qué buena! —dijo riendo.
—Es corta y se repite —añadí más envalentonado—. Se acompaña con movimiento. Mira.
Me puse a cantar mientras marchaba y me quedaba congelado un instante en la iiiii de la canción para luego proseguir.
—Los ratones, los ratones, pobreciiiitos los ratones. Los ratones, los ratones, pobreciiiitos los ratones.
—Es divertida —me dijo— mientras se ponía a mi lado pasando su brazo por mi hombro para marchar juntos.
—Y también se hace rápido y lento —le dije mientras aumentaba la velocidad y luego lo hacíamos lentamente y también hacia atrás y adelante. Nos detuvimos jadeando y me preguntó.
—¿Cómo te llamas?
—Alberto. —le respondí.
—Alberto, Alberto —dijo lentamente saboreando las palabras.
Nunca antes mi nombre me había parecido tan bello.
—Alberto, ¿sabes qué hace una persona cuando está cansada de la vida?
Me quedé callado; no quería mencionar la palabra muerte ni nada parecido.
—Se hace otra vida, por supuesto —dijo riendo—, y se me acaba de ocurrir ahora. Ya no me voy a quedar congelada en la iiii, voy a salir a moverme y cantar. Esta ratona ya no va a seguir en una cueva.
Cómo hubiese querido ser yo su ratón, pero por esa época mi timidez no alcanzaba ni para un pelo de laucha.
—Alberto, me trajiste fuego y agua, ahora necesito un café.
Yo me quedé pensando que no andaba trayendo café, ¿o quería que fuera a comprar uno?
—Invítame un café, Alberto.
—¿Dónde? —exclamé.
—Vamos por ahí.
Bajamos a la calle. Ahí, frente a su casa, se quedó unos instantes mirando el balcón y hablando como para sí misma:
—Se siente mejor cuando uno respira de lejos.
Paramos en un restaurante de barrio y pedimos un par de café que llegaron en unos inmensos tazones.
—¿Qué te dio por devolver el estuche? —me preguntó.
—No sé, fue un impulso, nunca hago cosas así, pero también tenía curiosidad.
Se quedó en silencio un rato, me tomó la mano y me dijo:
—¿Te puedo pedir un favor?
—Sí, por supuesto.
—Quiero que mañana me dejes en el bus. —pidió.
—¿Te vas a ir? —pregunté.
—Sí, a Santiago y de ahí a España; tú lo has dicho: impulso y curiosidad.
Nos quedamos conversando hasta que cerraron el local, la dejé en su casa y me fui a caminar entre ensueños mientras comenzaba a clarear. Por ahí compré un sándwich de queso y ya a las diez estaba tocando a su puerta.
—¿Tomaste desayuno? —le pregunté.
—No he tenido tiempo, estaba guardando las cosas.
—Toma, alimento fortificante para ratones —le dije pasándole el pan con queso.
—Gracias, me va a hacer falta, —dijo dándole un mordisco— la mochila quedó muy pesada.
Ya en el terminal, mientras anunciaban la salida del bus, le pregunté:
—La guitarra ¿la vas a llevar arriba o en el maletero del bus?
—No la llevo, es para ti. —exclamó.
—¿Para mí?
—Alberto. Quiero que compongas canciones y si puedes haces una para mí.
—Lo haré, en verdad que lo haré. —contesté.
—Y… te quiero pedir un favor más…
—Dime.
—¿Podrías despedirte de mi como si yo fuera tu gran amor? ¿Lo harías? Te pareceré tonta, pero necesito creer que dejo a alguien que me quiere.
La tomé en mis brazos, busqué su boca y lentamente estampé toda mi alma en ella. Nos separamos con los ojos abiertos como platos y nos abrazamos de nuevo; tomó rápido su mochila y subió al bus.
Se quedó un mes en Santiago y partió a Madrid. Me escribía contándome sus cosas, que le habría gustado conocerme antes, y que se reía sola porque se pillaba de repente cantando la canción de los ratones.
Yo, por mi parte, no dejé que se acumulara polvo en la guitarra. Era cosa de llegar a mi cuarto y tomarla para ensayar tonadas. Como me daba pena dejarla, la llevaba a la universidad, a los parques e incluso comencé a tocar en la calle.
Había pasado poco más de un año de su partida cuando la llamé por teléfono.
—¿Mariana?
—Sí, ¡Alberto!, ¡qué alegría escucharte. Qué sorpresa tan linda, si ya estoy llorando!
—Quería decirte…
—Sí, dime. —añadió.
—He escrito un par de canciones…
—Alberto. Me las puedes cantar, me gusta mucho cuando me escribes y te imagino a mi lado…
—No puede ser desde aquí.
—Alberto, por favor…
—Primero necesito un café contigo.
—¡Noooooo!, ¿Es cierto? Dime que es cierto.
—Sí. Estoy en Madrid.