Estaba en mi tienda revisando unas cajas de mercancía recién llegada de Europa cuando entró el nuevo inspector. Me extrañó que llevara una venda sobre un ojo.
—Inspector. Buen día, ¿Pero qué le ha sucedido?
—Un pequeño accidente al afeitarme —dijo mientras sacaba un papel de su bolsillo y me lo ponía enfrente.
—Monsieur Abelard ¿Es suya esta carta? ¿Usted la escribió?
Miré la hoja. Reconocí mi letra y el contenido; comencé a temblar mientras asentía con la cabeza.
—Por favor, léala en voz alta. —dijo el inspector mientras se sentaba en un piso alto.
Yo, sintiendo que el suelo se deshacía bajo mis pies, comencé con la lectura.
Mi muy querida Madame Rachelle.
Como usted ya habrá sido informada por su esclavo Balumba, he entrado en contacto con su fraternidad a través de las siguientes circunstancias:
Hace dos meses sorprendí a su negro robando en mi tienda. Lo tomé del cuello para llevarlo a las autoridades y me dijo:
“Monsieur Abelard, no atraiga la calamidad a su persona; deje a este hombre en paz y podrá mantener alejada la mala suerte. Mi ama es una poderosa hechicera, la magia que ella posee no la tiene nadie; las ofrendas para alejar la mala suerte deben ser con objetos robados.”
Yo le dije: “Eso se lo dirás al nuevo inspector, yo no creo en la mala suerte”.
Malumba me respondió: “Por eso murió Monsieur Gastón, el inspector anterior. No hizo caso a la magia; insistía en atrapar ladrones, y cómo es posible que lo hallaran ahogado si él sabía nadar. Él atrajo la mala suerte por tratar de encontrar ofrendas robadas. Déjeme ir y le aseguro que, antes de las doce de la noche, escapará usted de la mala suerte. Si no es así, yo robaré en otro lado y le traeré el triple de lo que saqué hoy”.
Lo solté, pues me pareció un buen acuerdo y, ya al anochecer, volvía a mi hogar pensando en estas cosas, cuando estuve a punto de ser atropellado por un carruaje que iba como el demonio. Lo alcancé a esquivar pero caí en una zanja. Me puse de pie todo embarrado y, al tomar el atajo del bosque, sentí a mis espaldas una presencia extraña que me puso la carne de gallina, y sólo atiné a correr a mi casa.
Esa noche no pegué un ojo y, temprano, al día siguiente, fui a hablar con Balumba para protegerme de las calamidades; quien después de hacerme jurar lealtad me dio las siguientes instrucciones:
Monsieur Abelard, debe permitirme robar en su tienda las ofrendas que mi ama necesita para otorgar protección a aquellos que la respetan. Como nuevo miembro, debe hacer robos a su entera discreción, pero no se aceptan ofrendas compradas o ya poseídas; todas deben ser robadas.
Le contaré, mi querida Madame, que cuando su negro llega a mi tienda me alejo un poco para que pueda robar con tranquilidad. Dejo a su alcance coñac francés, sombrillas inglesas para damas, medias de seda y cosméticos recién llegados; pero parece que las mejores ofrendas son el tabaco suelto y el aguardiente casero a juzgar por lo que encuentro faltante.
Le alegrará saber que ha mejorado mucho el negocio, pues también aprovecho de robar a los clientes lo que han comprado en otros lados, y siempre he sido muy riguroso en entregar a Balumba todas las ofrendas que usted necesita para otorgar protección a nosotros, sus fieles seguidores.
El motivo de escribirle es porque quisiera que confiara más en mí, ya que su esclavo me encarga escamotear cosas pequeñas como naipes, pan de miel, licores caseros y algo de dinero. Le aseguro que usted y yo podríamos hacer grandes cosas en la metrópoli ya que en este perdido lugar no es mucho lo que se puede robar.
PD: Balumba me ha dicho que coloca las ofrendas frente a un retrato suyo bailando desnuda, y quisiera también uno de esos para colocar mis ofrendas personales.
Siempre suyo
Monsieur Abelard
Temblando aún, le dije al inspector:
—Nos ha descubierto; a Madame Rachelle, al esclavo Balumba y a mi.
—Madame Rachelle nunca estuvo en esto —dijo tomando y guardando el papel—; ayer vió la misiva que usted le remitió y encaró al esclavo. Me llamó y al leerme la carta le ha dado un ataque y ha fallecido. El esclavo Balumba no dejaba de recitar que ha sido la mala suerte y parece que ha sido muy mala suerte.
—¿Qué pasará conmigo?
—Monsieur Abelard, yo no crecí en Francia —dijo tomando una galleta de un frasco de vidrio —, yo me crié aquí, en las colonias, y sé que las cosas son diferentes. Como que un hombre casi puede perder un ojo al rasurarse en la mañana —recalcó mientras me indicaba el parche en su cara.
—Disculpe inspector —le dije— pero no creo entender.
—Si tiene la gentileza de traerme una taza de café, podría ayudar.
Fui a la cocina y preparé un buen café.
Al volver a la tienda ya no estaba el inspector, tampoco el frasco de las galletas ni mi billetera.