Esa noche había fiesta de disfraces en nuestro colectivo de jóvenes artistas; bueno, la verdad no tan así como una gran fiesta. Era una comida de verdad, y en esas fechas para mí era fiesta cualquier comida que fuese algo más que pan con tomate. Con alguna ropa prestada y un poco de pintura en la cara quedé ataviado como payaso. Ahí la vi, vestida de princesa, cuando buscaba su chaqueta para irse, pero la convencí de tomar plato y cuchara y ponernos a la fila del arroz.
Estando tras ella en esa fila tan apretada y aprovechando la penumbra, mi mano se había deslizado bajo su blusa. Ahí se había quedado apoyada en su suave vientre.
—Tu mano… —me dijo muy despacio.
—¿Sí? —le respondí.
—Me da calor.
—¿La que sostiene el plato o la otra?
—Tú sabes, la que está conmigo —susurró.
—¿Por qué te ibas? —le pregunté por detrás de su oreja.
—No sé… pensé que estaba cansada… pero ya no… Ahora me doy cuenta que nunca habíamos hablado, o sea, nos saludábamos y esas cosas; nunca te habías fijado en mí ¿Por qué me dijiste eso?
—¿Que me gusta verte de princesa?
—Sí.
—Porque me llevas a un reino mágico. —le respondí.
Mis dedos se aventuraron en una leve danza por nuevos territorios. Soltó un suave suspiro mientras inclinaba la cabeza.
—¿Los payasos le hacen esto a las princesas? —preguntó.
—Sólo a las princesas que reinan en la fila del arroz.
Disfrazados en aquella larga cola estaban mis compañeros de pintura; también había gente de teatro, danza y escultura, el resto eran invitados. Cada uno con un plato y una cuchara, componían una culebresca fila, esperando su turno para servirse de la inmensa olla que estaba encima de una mesa.
—¿Y si alguien pregunta dónde está tu mano? —me dijo.
—Digo que estoy buscando mi cuchara.
—¿Y la cuchara que tienes en el plato? —volvió a preguntar.
—Esa no es mi cuchara. —respondí.
Soltó una risa mientras agregaba.
—Ahh ¿entonces ese tampoco es tu plato?
—¡Qué!, ¿Escondiste mi plato también?
—¿Dónde podría esconder un plato?
—No sé. Tendría que seguir buscando.
Recordé que había estado con hambre todo el día, pero esta vez habíamos invitado a una cena de disfraces de medianoche y que los invitados trajeran colaboración. Entre otras cosas llegó arroz y almejas y, por supuesto, suficiente vino. El olor de la comida era delicioso, pero había un ligero olor que me tenía cautivado.
—No te muevas —le dije.
—Es que la cola avanza. —respondió ella.
—Estaba aspirando el aroma de tu cuello.
Ella quedó frente a la olla de comida en la mesa, mi mano se escabulló rápidamente de su blusa.
—¿Cuántas tazas de arroz? —me preguntó con sonrisa cómplice.
Puse el plato al frente y le indiqué una con el dedo índice. Me sirvió un gran cucharón de arroz con almejas y nos fuimos a sentar en esos altos pisos del taller de pintura. Empezamos a comer en silencio y sin prisa, mirándonos a ratos como dos solitarios faros que se alumbran mutuamente en la noche.
De pronto se puso a comer con frenesí, yo también fui al ataque del arroz hasta dejar el plato limpio.
Ella se levantó primero, tomó su plato y me arrastró de la mano, diciendo:
—Volvamos a la fila del arroz.