Era invierno y habían vuelto los dolores de espalda. Mejor dicho los dolores de las dos espaldas, porque sucedía que mi espalda se separaba en dos, como dos rivales de lucha libre que, entrelazados, se empujaban y apretaban sin avanzar ni ceder. Así, abrazados en doloroso combate, podían estar horas, días y semanas sin que se definiera un ganador.
Lo peor es que se ponían a pelear sin aviso previo, en cualquier lugar, como cuando se les ocurrió hacerlo en las escalas del metro y ahí quedé, congelado como estatua de futbolista, o la vez que me acomodé en el diván de una multitienda y tuvieron que levantarme entre cuatro personas como si fuese una mesa.
Tenía formas de que terminaran de pelear por supuesto. Una de ellas era llevarlos a trotar, o ir por los cerros en bicicleta; pero me decidí por la piscina porque, astutamente, pensé que no podrían pelear mucho bajo el agua.
En la piscina municipal, que era temperada y techada, daba unas tres o cuatro vueltas, luego jugaba haciendo chapuzones con las manos, después me quedaba relajado con los brazos extendidos, observando el oxidado techo. Todo iba bien hasta que la paz del lugar se desvaneció con la llegada de la bañista.
Era una delgada viejecita de unos ochenta y tantos años, que con bañador completo, lentes de baño y gorra de goma, se daba repetidas zambullidas.
En la cerca que rodeaba la piscina dejaba su bastón y su toalla bien estirada. Se ajustaba los lentes y la gorra y caminaba lentamente a la base de lanzamiento. En ese momento todos quedábamos pendientes de la anciana, por si se resbalaba en el suelo mojado.
Ella se subía al húmedo escalón, un pie primero y luego el otro. En seguida al segundo escalón, hacía una pausa y llegaba al tercero. Nadie nadaba, jugaba o hacia ejercicios. Todos estábamos expectantes por si se caía del punto de salto. El salvavidas, ya erguido en su asiento, se quitaba la toalla de los hombros y se mantenía atento.
La mujer, una vez de pie en la cima, inclinaba la cabeza y juntaba las manos frente a la cara como si fuese a rezar.
En esa posición se iba inclinando poco a poco, como virgen en un pedestal que va cayendo en cámara lenta. En el último momento doblaba las rodillas, daba un pequeño salto y se zambullía como un pingüino.
El chapuzón nos hacía soltar un suspiro de alivio, pero enseguida volvíamos a contener la respiración, listos para buscarla en el fondo por si no aparecía. Pero aparecía, aunque demoraba, siempre aparecía lanzando un chorrito de agua por la boca. Salía de la piscina y, chorreando agua, caminaba lentamente al punto de salto para otro lanzamiento. Así lo hacía una y otra vez.
Un día no aguanté más y le pregunté si no sería peligroso tirarse desde ahí.
—¿Usted se pone nervioso? —me preguntó levantando los lentes y mostrando unos pequeños ojos de ardilla curiosa.
—La verdad es que me preocupa.
—Venga —dijo tomando con firmeza mi mano— Salte conmigo y se le va a pasar.