Capítulo 1 – El collar
Un médico nunca debe darle la espalda a un paciente recién ingresado a urgencia, menos aún si ha llegado por un intento de suicidio. Me volví un instante para cerrar la cortinilla del box, y cuando me di cuenta la joven estaba sentada en la camilla con un bisturí en su garganta.
—Doctor, no se acerque —dijo en voz baja tratando de no llamar la atención.
Mis ojos quedaron clavados en su cuello, en su collar de conchitas marinas. En lo más hermoso que alguna vez tuve en mis manos para regalar.
—¿Cómo llegó eso aquí? —dije mientras retrocedía y me dejaba caer en una silla.
Ella quedó inmóvil, mirándome, extrañada de que no intentara arrebatarle el bisturí.
—Rebánate el cuello si quieres. —le dije vomitando las palabras —. Pero si llegas a cortar ese collar o si lo manchas con una sola gota de sangre, me voy a encargar que sigas viviendo aunque sea como parapléjica.
—¿Qué? ¿El collar? —me dijo.
—¿Dónde lo obtuviste? —la encaré mientras me levantaba.
—Es mío. Los hacía yo misma y los vendía en un puesto de artesanía.
—¿Dónde?
—En Viña del Mar.
Llevé las manos a la cabeza mientras pensaba cuándo dejarían de perseguirme los recuerdos.
—¿Usted compró uno de mis collares? —preguntó la chica dejando el bisturí en la mesa.
Me agaché a revisar bajo el mueble de las vendas, ahí encontré un frasco de emergencia, saqué la tapa y tomé un buen sorbo.
—Doctor, eso tiene olor a…
Adelanté el brazo invitándola a beber.
—No, gracias —respondió.
Tomé un trago más largo aún.
—¿El collar era de alguien…? —dijo.
Le di unos golpecitos al frasco sacando las últimas gotas renuentes.
—¿Era un regalo? —volvió a preguntar.
Comencé a buscar detrás del mueble por si quedaba algo más.
—Mira —le dije levantando una ceja—. Si te quieres matar esta noche lleva el bisturí y te metes a un basurero. Así ahorras trabajo a los demás.
—Upss —dijo entornando las cejas— lo que yo tengo es una alpargata comparado a lo que tiene usted.
—Ahh. Se te reactivó la lengua. Entonces ya puedes desocupar la camilla. —le dije.
Se llevó las manos al cuello y se soltó el collar.
—Tome, —dijo— se lo regalo.
Entrelacé las manos tras mi espalda.
—¿No quiere recibirlo?
—No —dije mientras simulaba revisar su ficha de ingreso.
—¿Me puedo quedar con el?
—Eso ya no me importa. Haz lo que quieras —respondí con la vista fija en el papel.
En ese momento entró la enfermera del turno de noche y se dirigió a la joven.
—Vamos muchacha. Te toca lavado de estómago.
—Espere un momento. —dijo ella— ¿Doctor me puede colocar el collar?, si lo hace no daré problemas y no volverá a verme por aquí.
La enfermera nos miró a ambos y se cruzó de brazos esperando que yo hiciera algo. Tomé el collar que quemaba como carbón encendido y lo pasé por su cuello.
—Gracias doctor. —dijo con una sonrisa junto a un fuerte abrazo que no alcancé a impedir.
Mientras se alejaban por el pasillo recordé aquella noche de luna llena en Puerto Viejo, la huida desesperada por la playa y la feroz lucha por mi vida. Llevé la mano a la cicatriz en la frente y supe que tenía que volver, debía cicatrizar una herida más grande que no terminaba de cerrar.
La voz de la enfermera me trajo de vuelta.
—Así que ahora cura con collares de conchitas. Eso no es muy terapéutico. Tampoco el vodka.
—Seguro que no sabes donde tengo otros frascos escondidos. —le dije.
—Yo no le voy a pasar alcohol, y si le siento nuevamente olor a trago voy a pedir que le hagan la alcoholemia y un sumario.
—Detrás del extinguidor de la sala de descanso hay un frasco. —le dije— Hay otro al fondo del cajón de los guantes quirúrgicos. Los puedes tirar a la basura.
—¿En serio? ¿Y qué sucedió para este cambio?
—No sé, quizás fue por un collar y un abrazo —le respondí— Solo sé que para encontrarme debo volver al lugar donde me perdí.
Capítulo 2 – El pueblo
Dos años atrás no estaba para nada perdido. Por el contrario, tenía muy claro lo que quería: hacer mi especialización médica en algún pequeño pueblo costero.
Un paciente de internado me comentó que se había criado en Puerto Viejo y que el consultorio no tenía médico de planta. Eso atrajo mi atención y más aún cuando el hombre me preguntó.
—Doctor, pareciera que le gusta salir a caminar sin rumbo fijo. ¿A veces sale solo, en la noche?
Lo miré sorprendido. Cómo podía el saber de mis caminatas nocturnas.
—Veo que así es. —dijo con mirada penetrante.
Luego agregó:
—De día Puerto Viejo puede ser un pueblo aburrido, pero cuando sale la luna se ve lo que no alumbra el sol.
Sin más se despidió de mí con un fuerte apretón de manos y una sonrisa traviesa. Me dije que si la gente de ese lugar era como ese hombre valdría la pena conocerlo. Así que hice averiguaciones y no me fue difícil conseguir una plaza ahí, pues no era muy atractivo para los médicos.
Al mes siguiente ya me encontraba de camino a Puerto viejo en mi camioneta. Iba con Roxana mi novia, pues me acompañaba para conocer el pueblo y luego regresar a Santiago en el mismo vehículo.
Habíamos dejado la carretera para entrar en un camino de tierra que seguía el lecho de un río. Luego venía una cuesta por la que ascendía con alguna dificultad mi vieja camioneta.
—Necesitaré un 4×4 para estos caminos. —Dije, mientras movía la palanca de cambios.
—No me hace gracia. —dijo Roxana mirando los cerros.
—¿Un 4×4? —le pregunté.
—No me hace gracia este camino polvoriento que no lleva a ningún lado.
Después de un rato llegamos a la última curva. Detuve el vehículo al costado de un oxidado letrero que indicaba “Puerto Viejo 2 KM”. Abajo, arrimado a la costa, se veía el pueblo.
Se veían las casas, una iglesia y un par de edificios frente a un espacio arbolado que debía ser la plaza. Algunos botes se mecían en la bahía.
—¿En verdad quieres quedarte en ese roquerío? —dijo Roxana apuntando con el dedo.
—Es un pueblo, no es un roquerío. —le respondí.
—No podré venir a verte todos los fines de semana. —dijo mientras encendía un cigarrillo.
—Podría acostumbrarme. —contesté mientras miraba el mar.
—¿Acostumbrarte a no verme? —preguntó Roxana.
—No, que podría acostumbrarme al pueblo.
—O sea que ni has visto el pueblo y ya te gusta.
—Me gusta como un desafío. —le respondí.
—¿Y Santiago o Viña del Mar no es suficiente desafío para un médico?.
—Esos lugares ya tienen muchos desafiantes. —dije riendo mientras la tomaba de la cintura para alzarla en el aire.
Se escabulló de mis brazos y se metió al vehículo diciendo:
—Estoy cansada. Veamos si el roquerío tiene un alojamiento decente.
Llegamos a la dirección del lugar que tenía asignado para residir. Era una casa antigua de madera, a lo menos tendría cien años.
—Esta no puede ser la casa. —dijo Roxana— No es casa para un médico.
—Si sirve para que vivan fantasmas, entonces también sirve para un médico.
—Ya estás con tus bromas infantiles. —replicó ella.
—¡Aló!. —grité —Fantasmas. Salgan a recibirme.
Para mi sorpresa de la casa salió una mujer bajita secándose las manos con un delantal.
—¿Usted es el doctor? —preguntó.
—Sí, acabamos de llegar. —le respondí aguantando la risa.
—No me dijeron que venía con su señora. Le podría haber traído unas flores para el comedor.
Roxana se adelantó para decir:
—Soy su novia y no creo que él se quede aquí. ¿Hay un hotel para que pueda alojar?
—En la ciudad hay un hotel, pero queda a una hora por el camino del río. —dijo indicando la misma ruta por donde habíamos llegado.
—Me quedaré aquí —dije con firmeza mirando a Roxana. —Luego volviéndome a la mujer le pregunté:
—Usted trabaja aquí, quiero decir en la casa.
—No, soy de la alcaldía. Vengo una vez por semana para hacer el aseo. —respondió ella.
—No va a hacer falta, eso lo puedo hacer yo mismo.
Me miró como si no entendiera.
—Yo estudiaba lejos, fuera de casa —Le expliqué— y me acostumbré a hacer el aseo yo mismo.
Ella se encogió de hombros y nos hizo pasar.
Entramos a ver la casa. Tenía dos dormitorios, un comedor amplio, cocina y terraza. Lo mejor era un pequeño estudio con un arcaico escritorio.
—Me parece bien —dije, aunque en mi interior sabía que estaba ideal para mí. Especialmente el estudio donde podría quedarme sentado con un lápiz en la boca pensando qué escribir.
Roxana estaba con una cara fatal, así que le dije que fuéramos a dar una vuelta por el pueblo.
En el centro estaba la plaza con algunos frondosos árboles . Por ahí la iglesia, el edificio de la alcaldía y al costado de la cancha se encontraba el consultorio. Hacia el norte, por la costa, asomaban unos acantilados y roqueríos. Al sur una larga playa se veía recortada por un denso bosque que se alzaba al costado de las dunas.
—Roxana. ¡Esto sí que es aire!. Qué ganas de subir por esas dunas. Recuerdo cuando era niño, quería subir todos los cerros y ..
—Es un juguete nuevo —dijo Roxana —Las rocas, el pueblo. Todo lo ves como un juguete nuevo. Bueno mi amor, cuando te aburras de este roquerío vendré a buscarte.
—No me parece divertido —le respondí.
—A mí tampoco. Por favor páseme las llaves de la camioneta. —dijo extendiéndome la mano.
—¿Te vas a ir ahora?, ¿No vas a ducharte y que comamos algo?
—No tengo hambre y no quiero ducharme en este lugar.
Le pasé las llaves en silencio. Mis ojos quedaron anclados en la camioneta que se alejaba entre una nube de polvo. Sin moverme, seguí mirando hacia allá mucho después que ya se había perdido de vista.
Capítulo 3 – La gente
Al día siguiente de mi llegada a Puerto Viejo estaba invitado para ser presentado en la alcaldía. El edificio municipal era una casona antigua de adobe pintada de color blanco.
Un perro negro echado en la puerta fue el primero en recibirme.
—¡Costilla!, hazte a un lado —gritó un joven pelirrojo que llevaba un paquete bajo el brazo.
El perro se levantó, esperó a que yo pasara y volvió a instalarse en el mismo lugar.
Dentro estaba vacío, pero escuchaba voces y risas por algún lado.
Me asomé a una oficina donde un hombre, con un maletín abierto, mostraba medias y sostenes.
—¿Usted es el nuevo doctor? —me preguntó.
—Sí. —Le respondí— vine a…
—¿Tiene novia o esposa? —me dijo el vendedor.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Tengo sostenes todas las tallas. ¿Su novia, esposa o amante es como ella o como ella? —dijo indicando unas secretarias.
—Mi novia no está acá para que elija —le respondí por decir algo pues no me imaginaba a Roxana comprando ropa de esa manera.
Mejor aún —respondió— tengo en oferta las tallas medianas y verá que en este pueblo hay suficientes mujeres en esas medidas.
—No, gracias. —le respondí— no soy muy bueno para elegir mujeres. Quiero decir para elegir ropa de mujeres.
—Doctor. Tiene toda la razón. Nosotros no las elegimos, ellas nos eligen a nosotros. ¿Y calzoncillos? Un hombre siempre necesita buenos calzoncillos, para verse bien cuando se saca los pantalones. La próxima semana traigo cepillos de dientes, desodorantes y perfumes —dijo dándome un leve codazo mientras indicaba con la mirada a las risueñas secretarias.
Entró a rescatarme un señor de chaqueta y corbata que me dijo:
—Imagino que es el nuevo doctor. Tenga cuidado con este hombre que le puede vender hasta las cruces del cementerio.
Me llevó a una amplia sala donde estaban reunidas varias personas discutiendo acaloradamente.
—Señor alcalde y señores concejales. Bajen las armas un momento para presentarles al nuevo doctor.
—Bienvenido —dijo uno.
—Qué bueno que ha venido para acá, nos hacía falta un médico. —dijo otro.
—¿Y qué lo hizo decidirse por un lugar tan alejado? —preguntó un tipo gordo.
—Quería estar donde hiciera falta un médico. —respondí.
Era mentira, pues quería estar en un lugar tranquilo, abierto al cielo, donde salir a caminar. Además no tenía deseos de entrar a la medicina mercantilista.
Se acercó a saludarme un hombre de barba con delantal blanco.
—Hola, colega, mi nombre es Roberto. Soy el médico del otro pueblo. Los lunes vengo acá, pero con usted aquí ya no habrá necesidad.
—¿Hay mucho trabajo? —le pregunté.
—Los días de fiesta: contusiones y alguna cortada. Los días de verano insolaciones y algún ahogado. El resto son muelas infectadas, fracturas, controles médicos y partos. Los casos difíciles se envían por ambulancia a la ciudad.
Acercándose más me murmuró al oído.
—Y las noches de luna llena algunos casos de alucinaciones.
Le iba a preguntar más, pero nos interrumpió la voz de una concejala.
—¿Doctor, usted es casado?
—No, tengo novia. —respondí.
—Entonces se va a casar. —volvió a preguntar.
—La verdad es que…
En ese momento una dolorosa sensación en el estómago empezó a tomar carácter de urgencia. Me llevé la mano al vientre mientras apretaba los labios.
—¡Ohh! —dije —creo que me enfermé del estómago.
—¿Tomó agua sin hervir? —preguntó mi colega.
—Sabía que no debía hacerlo, pero sin darme cuenta me lavé los dientes con agua de la llave.
Pedí disculpas y fui de inmediato al baño antes de que viniera lo inevitable.
Estaba sentado en el cubículo de los hombres, mientras se me iban las tripas, cuando escuché que entraba gente conversando:
—Este algo hizo. Debe haber cometido un error con un paciente. O puede ser drogadicto. De otra manera no habría venido a Puerto Viejo.—dijo una voz ronca.
—Yo quisiera saber cuándo verá lo que aquí pasa. —dijo otro.
—Puede que no vea nada, hay gente que no sabe ni ha visto nada.
—No sé.—decía otra voz— Igual puede ser peligroso si está fuera cuando…
Le interrumpió el grito de un niño desde afuera de la ventana.
—¿Está ahí el doctor nuevo?
—¿Para qué lo buscas? —respondió uno de los hombres.
—La Josemilia va a tener la guagua y el otro doctor ya se fue.
—Estoy aquí. —grité desde mi escondite. —Voy enseguida.
Sentí que los pasos se apresuraron a salir del baño.
Salí del box, me lavé las manos y me refresqué la cara. Enseguida, para prevenir una posible emergencia, tomé suficiente papel higiénico y me lo puse entre las nalgas.
Esa tarde traje a la vida a mi primer crío en Puerto Viejo. Y qué pulmones tenía. No hubo necesidad de estimularle el berrido. Limpié sus secreciones con una gasa y lo cubrí con una toalla tibia. Se calmó en cuanto lo levanté para acomodarle el cordón umbilical. Quedé fascinado con esa pequeña criatura mientras, con los dedos, le daba un suave masaje en la espalda.
La matrona se acercó y me dijo:
—Doctor, ¿Le parece si ahora continúo yo con el bebé?
Con renuencia me desprendí de mi nuevo amigo, y partí rápido al baño.
Llegué a mi casa ya oscuro y muerto de cansancio. No tenía hambre pero si mucha sed. En dos segundos despaché en mi garganta una botella de agua mineral. Luego me tiré a la cama con la ropa puesta.
Mis pensamientos giraban entre el vendedor de ropa, la conversación que escuché en el baño y el crío que disfrutaba su primer masaje. Era obvio que la gente del pueblo era afable, pero qué sucedía en las noches de luna llena. ¿Será que hacen orgías?
Creo que no tuve mucho más que pensar pues se me cerraron los ojos. Intenté estirar la mano para sacarme los zapatos, pero preferí soñar con que me los quitaba.
Capítulo 4 – El viejo
A la mañana siguiente estaba en la cocina tomando desayuno cuando escuché que llamaban a la puerta.
Era el pelirrojo que había visto llevando un paquete en la alcaldía.
—Doctor. Tengo que entregar esta caja de medicamentos para el consultorio. Me dijeron que debe recibirla usted. Coloque su firma aquí y nos vemos allá en la tarde. —dijo despidiéndose con la mano.
—¿En la tarde? —le pregunté— ¿Acaso tienes atención por algo?
—Es mi señora. Tiene embarazo de cinco meses y la voy a acompañar a control.
—Van a estar felices con un pequeño pelirrojo o pelirroja.
—Sí, estamos muy contentos con mi gorda. ¿Quiere que lo lleve al consultorio? —preguntó.
—No hace falta, gracias. Aprovecho de caminar disfrutando la vista.
—Le encuentro toda la razón, no hay como trabajar a la orilla del mar —respondió mientras subía al furgón repartidor.
En un par de semanas ya le había tomado el ritmo al trabajo y al pueblo. Llegaba temprano al consultorio, donde ya había gente aguardando. Entre ellos había un viejo que siempre estaba como esperando, pero nunca pasaba a atención médica.
Una tarde que salí a caminar lo vi sentado en una roca silbando hacia las olas. Me acerqué a saludarlo.
—Hola. —le dije— Lo vi esta mañana en el consultorio.
—Si, fui a verlo. —respondió.
—¿A verme?, pero si no pidió atención. —le dije mientras subía a la roca donde se encontraba.
—Miraba como usted veía a los demás. No toda la gente ve lo mismo.
—Me está bromeando. —le respondí.
—Mire el cerro pelado, ese de color rojizo, —apuntó estirando el brazo— dígame qué ve ahí.
Dirigí la vista hacia donde me indicó. Al principio no vi nada raro, pero enseguida noté que habían unos dibujos en las laderas. Eran unos animales grandes y extraños rodeados por guerreros con lanzas. Otros hombres, con cuerdas, tiraban de unos seres como fantasmas.
—No sabía que habían geoglifos por acá. —le comenté.
—Pocos los ven, depende de la luz del que mira. —respondió el viejo mientras tomaba un trago de una botella que extrajo de su chaqueta.
Con un gesto de su brazo me ofreció un sorbo.
—No gracias —le dije mientras volvía a mirar hacia el cerro—. Parece una cacería o lucha.
—Usted lo ha dicho, —comentó el viejo— es lo que sucede en noches de luna llena.
—¿Cómo que sucede? —le dije— Eso se lo imaginaron hace siglos o milenios. No es algo de ahora.
—Con la luna llena desembarcan los guerreros en la playa. Ahí atacan a los dragones para quitarles los fantasmas.
—¿Usted cree que eso en verdad sucede o lo imagina? —le pregunté.
—Verá que sí sucede. En noches de luna llena, cuando el viento suena como caracola —dijo alejándose mientras silbaba.
Esa tarde pasé por el almacén a comprar algunas cosas y aproveché de comentar sobre el viejo.
—Ese viejo, —dijo la mujer que atendía— a veces habla que desertó de unos navíos extranjeros y que ha cazado dragones. Está enfermo de la cabeza, aparte que bebe seguido, y no falta la gente que le cree sus cuentos.
Fui a mi casa, comí algo y traté de continuar escribiendo un material que tenía inconcluso. Pero, casi sin darme cuenta, comencé a esbozar un cuento con el título provisorio de “Leyendas de Puerto Viejo”
Capítulo 5: La cacería
Una tarde, cuando terminaba de trabajar en el consultorio, llegó un concejal y su esposa para que esa noche los acompañara a cenar en su casa. Acepté con gusto la invitación y no quedé defraudado. La comida casera estaba sabrosa, los postres deliciosos y el vino magnífico. Contaron historias familiares, chistes y demás conversa para entretenerme. De pronto me di cuenta de algo inquietante: Ya era tarde, de noche, y estaban haciendo esfuerzos para que no me fuera.
Me despedí con la excusa de que había olvidado despachar un informe en el consultorio, y que de ahí me iba a ir directo a casa porque estaba rendido. Fui a mi oficina a ver el calendario. Mis sospechas se confirmaron: esa noche era noche de luna llena.
Salí por la parte trasera del edificio. Todo estaba tranquilo, ni un perro ladraba. No había señales de ninguna lucha ni pelea. Y aunque en verdad estaba muy cansado fui a pasear un rato para bajar la copiosa comida.
Llevaba un rato caminando por la playa cuando advertí que el mar estaba tan calmo como si fuese la orilla de un lago. A pesar de la oscuridad vi que se acercaban unos botes.
Me escondí tras de una roca, seguro debían ser traficantes o pescadores ilegales, que en ningún caso estarían contentos de verme por ahí.
Los tripulantes desembarcaron con sigilo. Llevaban armaduras y lanzas. Semejaban soldados medievales. Pensé “Estos tipos sí que están perdidos, se disfrazaron para fiesta de Halloween, pero se equivocaron de fecha”
Se formaron en una línea en la orilla, atentos, como si esperaran el inminente ataque de un enemigo que fuese a salir del bosque. Entre ellos, también con armas en sus manos, había varias mujeres jóvenes bien parecidas,
Comenzó a salir la luna llena.
Escuché un sonido grave, como de una caracola, con una tonada que por instantes subía y bajaba.
Todos los guerreros se tendieron en el suelo, tan inmóviles que semejaban sombras.
Desde el bosque y frente a los guerreros surgieron unos monstruos como dragones, se movían en círculos como rodeando algo. Me di cuenta de que llevaban un rebaño de fantasmas. Casi suelto un grito cuando veo que esos fantasmas eran personas.
La caracola volvió a sonar, ahora en notas cortas y rápidas. Los guerreros se pusieron de pie y se lanzaron al ataque contra los dragones.
Los soldados atacaban en grupo y retrocedían cuando un enfurecido monstruo se les veía encima. Algunos trataban de cortar las cabezas de los dragones mientras los demás, con cuerdas y lazos, capturaban a los fantasmas para llevarlos a los botes.
No podía creer lo que estaba viendo.
Una joven guerrera saltaba y gritaba con furia al dar estocadas a los dragones. Era la única que combatía en solitario. Parecía disfrutar del combate y era muy hábil en cortar cabezas. Uno de los dragones la lanzó por el aire con un zarpazo que arrancó gran parte de su armadura. Quedó casi desnuda, tapada a medias con una corta túnica. El siguiente zarpazo casi la alcanza, pero dió un rápido giro y clavó su lanza en el cuello del dragón. Aseguró el arma con su mano izquierda y con la derecha, empuñando el puñal, rebanó la cabeza de la bestia.
Dejó la lanza en el suelo y acomodó su túnica para cubrirse los hombros. Enseguida se agachó a recoger su coraza y su yelmo.
Quedé con la boca abierta y dejé escapar un suspiro ante aquella visión de ángel y demonio a la vez.
Ella debió escuchar algo pues quedó inmóvil, en alerta. Lentamente, su cabeza, con sus cabellos alborotados por la brisa marina, se volvió hacia mí.
Mi mirada quedó atrapada en sus ojos asombrados y en su boca entreabierta que me atrajo como el más dulce abismo para morir.
La guerrera soltó un grito y se inclinó para alcanzar su lanza. Yo no esperé a que la recogiera. Me levanté de un salto y escapé por la playa.
Mientras corría como un desesperado, escuchaba a mis espaldas sus pisadas y su respiración agitada. De pronto sentí el sonido de algo que me atravesaba. La lanza salió a la altura del esternón y, frente a mi, quedó clavada en la arena.
Caí de rodillas. Estoy en una pesadilla pensaba, mientras abría la camisa y palpaba el pecho tratando de ubicar la herida, pero no la encontraba. En ese momento un fuerte golpe en la espalda me hizo rodar por la arena.
Quedé boca arriba. La guerrera se puso a horcajadas encima mío mientras sacaba un puñal de su cinto.
Lo tomó con las dos manos y lo enterró en mi pecho una, dos y tres veces. Ambos quedamos sorprendidos al ver que su cuchillo no me dañaba.
Soltó el arma. Se estiró encima mío, aplastando su pecho en mi cara, intentando alcanzar una piedra. Aproveché de escurrirme por el costado y a duras penas me levanté, pero en ese instante sentí dentro de mi cabeza la explosión de miles de luces rojas. Luego escuché un ruido muy cercano, como de una pesada pelota que golpea el suelo.
Capítulo 6: Un prisionero
Desperté en el suelo, respirando arena y con las manos atadas a mi espalda. El ojo izquierdo lo tenía pegado con sangre.
Levanté un poco la cabeza. La joven guerrera estaba a unos metros, ajustándose la corta túnica mientras se ponía la armadura. Era una delicia verla.
—¡Levántate gusano! —me dijo volviéndose a mí— si vuelves a mirarme así te arranco los ojos.
Me puse de pie y nos acercamos a los botes. La lucha con los dragones había acabado y la mayoría de los soldados ya estaban embarcados.
—Queda un prisionero —gritó ella.
Se acercó un guerrero alto con una pequeña capa blanca que acomodó con su brazo.
—¿Por qué lo atrapaste? —preguntó— No es un fantasma ni un dragón.
—Nos vio. —respondió ella.
—Sé que nos vio, ¿Cuál es la diferencia?
—Me miró sucio. Este gusano me miró como a una mujer de los gusanos.
—¿Y por eso debe morir?
—Lo quería capturar.
—¿Con un lanzazo al cuerpo?
—Suelta tú al prisionero si quieres —dijo dándome un empujón hacia él que me hizo caer de rodillas
—No es mi prisionero —respondió el guerrero—. Tú eres su prisionera.
—¿Qué dices? —replicó ella volviéndose furiosa.
—Uno es prisionero de lo que persigue. —agregó él.
—La gente del mar no es esclava de gusanos —gritó mientras vadeaba el agua para dirigirse a los botes.
Trató de subir a una embarcación, pero no podía izarse, era como si la armadura fuera de plomo.
—No puedo subir. —exclamó— Esto se ha puesto pesado. Ayúdenme.
Algunas manos trataron de tomarla, pero se les resbalaba. Los botes comenzaron a alejarse.
Se desprendió de la armadura quedando vestida solo con su estropeada túnica blanca, pero tampoco conseguía subir.
—No me dejen. —gritó— Lo voy a soltar, pero no me dejen.
Volvió a desatarme. Con su túnica me limpió la sangre de la cara y el cuello. Yo estaba dispuesto a que me rompiera la cabeza de nuevo con tal de sentir su aliento cercano. Cuando volvió la vista al mar los botes ya no estaban. Corrió al agua gritando y llorando. Su túnica comenzó a disolverse y quedó desnuda.
Trató de nadar pero se hundía.
Después de un buen rato de llamar hacia el mar se volvió y me dijo.
—No me mires. Date vuelta y dame tu ropa.
Caminé de espaldas al agua. Me saqué la camisa y se la pasé.
—Lo de abajo también. —me dijo.
Le pasé mis pantalones.
—Te abandonaron —le dije.
—Es tu culpa, maldito gusano. —respondió.
—¿Cómo que gusano? —le pregunté.
—Gusano de tierra. Vives como gusano, miras como gusano. Cuando mueres eres comida de gusanos y tu…
No alcanzó a terminar la frase pues se desplomó en el agua. De inmediato la cubrió una ola y desapareció en la espuma. Con el agua a la cintura comencé a tantear con las manos para encontrarla. De pronto, con la resaca, siento que algo pesado queda atrapado en mis piernas. La alcé y la deposité en la arena. Tenía despejadas las vías respiratorias pero respiraba con dificultad.
Con cuidado, la tomé en brazos y la llevé a mi casa que quedaba más cerca. A esa hora de la noche no podía llegar al consultorio en calzoncillos.
La acosté en la cama de la pieza de visitas. Coloqué agua caliente en botellas plásticas, enrollé toallas en ellas y las puse alrededor de su cuerpo para que recuperara calor. También traté de darle una sopa tibia diluida, pero se ponía cada vez peor.
Escuché unos fuertes golpes en la puerta. Me puse un pantalón a la rápida y fui a abrir.
Era el viejo que, muy suelto de cuerpo, entró silbando con un pescado fresco colgado de un sedal.
Capítulo 7 – El tratamiento
El viejo dejó el pescado en una mesa y fue a ver a la muchacha.
—Así que esta paciente le ha roto la cabeza.
—¿Cómo lo sabe? —le pregunté.
—Yo también los veo. Pero a mi edad ya no me quedo embobado por las jóvenes guerreras.
—No se recupera, —dije mientras me ponía una camisa— tendré que llevarla al…
—De a poco se va a acostumbrar. Debe darle jugo de pescado.
—¿Jugo de pescado?
—Tenga. —Dijo pasándome el pez. —Debe cortarlo en trozos pequeños, lo mete en una tela para estrujarlo con sus manos y que las gotas caigan en sus labios.
—Eso no es un tratamiento médico.
—Si lo hace usted será un tratamiento médico. —dijo— Si no hace como le digo es seguro que morirá.
—Ok. Lo haré. ¿Pero, qué pasó ahí, en la playa?. ¿Quiénes son los de los botes? —pregunté.
—Ya se le dije antes. Vienen a matar dragones para rescatar fantasmas.
—¿Y dónde se llevan a los fantasmas? —volví a preguntar mientras cortaba el pescado en trocitos.
—No se los llevan. Solo los pueden liberar por un tiempo para que ellos mismos decidan dónde quieren ir.
—¿Y los dragones cómo es que llegan acá?
—Siguen a la luna llena. Cuando llegan a la orilla del mar tratan de devolverse con su triste rebaño. Pero ahí los esperan los guerreros.
—Eso es una locura.
—No doctor, el mundo es una locura. Por eso hay que acabar con los dragones —dijo mientras se marchaba.
Amanecía cuando la muchacha comenzó a recuperar los colores y también la furia.
—Gusano, ¿Dónde estoy? —preguntó.
—En mi casa. —le respondí.
—Tu casa huele a basura.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté mientras me sentaba al lado de su cama.
—¿Quieres apoderarte de mí?¿Para eso quieres mi nombre? —respondió.
—Quiero saber a quien estoy examinando. —le dije mientras asía su muñeca.
—No soy un pez para que me examines. —respondió ella retirando el brazo.
—Soy doctor. —le repliqué.
—Serás doctor de gusanos pero no de mi.
Se acomodó el pijama que le había puesto y se levantó tambaleante. Yo la seguí por el pasillo.
—¿Dónde vas? —le pregunté.
—Donde el viejo. Es un renegado pero no puede echarme. Ahí esperaré la próxima luna.
Abrió una puerta.
—¿Qué es esto? ¿Aquí tratas a tus enfermos?
—Es la cocina.
—¿Aquí comes a tus enfermos?. Eres un gusano de los peores. —dijo mientras se volvía con furia.
Ahí cometí el error de bloquearle el paso en la puerta.
Puso sus manos en mi garganta y comenzó a apretar con fuerza para hacerme a un lado. De pronto, me miró a los ojos y me soltó tan de golpe que caí de espalda al piso. Olió sus manos; las olía y movía la cabeza de un lado a otro. Las olía, gritaba y lloraba. Con rabia restregó las manos contra las paredes. Alcanzó un cuadro de un galeón y me lo tiró encima. Hizo lo mismo con la juguera y una silla.
—¡Gusano desgraciado!. —Gritaba mientras yo volvía al suelo junto con el horno microondas. Estaba realmente desquiciada.
—¡Cómo puedo estar tan maldita!. —fue lo último que gritó antes de dar vuelta una mesa y salir a galope por la puerta principal.
Durante una semana no supe de ella y tampoco tenía ganas de saber. Imaginé que siguió rompiendo cosas en la casa del viejo. En todo caso no me sorprendí cuando lo vi esperando una mañana en el consultorio.
—Ella no está bien. —me dijo.
—No me digas —le respondí— ¿Le faltó algo para tirarme por la cabeza? ¿Acaso necesita una carreta con piedras?
—Necesita que le dé un masaje.
—¿Que yo le dé un masaje? ¿Ella te dijo eso? Ésta sí que está loca y amnésica. ¿No se acuerda que intentó matarme dos veces y destrozó mi casa?
—Ella jamás lo diría. Es tu olor. Tu olor hace que se recupere.
—¿Mi olor? ¿Qué estás diciendo?
—¿No has echado de menos un par de almohadas? Las tiene ella. Son su calmante y su alimento.
—Ahh. Ahí están esas almohadas ¿Y qué tiene que ver el masaje?
—Así tu olor puede quedar por más tiempo en el cuerpo de ella.
—Llévale mis calcetines sucios si quieres, pero no pienso darle masajes.
—Pero puede examinarla. Recuerde que es doctor.
Se quedó mirándome sabiendo que tenía razón.
—Ok, Iré a verla esta tarde.
—Espero que le quede bien mi ropa —dijo dándome una mirada de arriba a abajo.
—¿Ahh? —le dije sin comprender.
—Es un decir de un viejo, pero aún es temprano para que me entienda.
Aquella tarde la fui a ver y no podía creerlo, estaba demacrada. Había bajado unos cinco kilos.
—No puede ser. —dije mientras le tomaba el pulso.
—Ahora no es del mar, —dijo el viejo— ni de la tierra ni del aire. Va a morir si no tiene un ancla. Acerque la palma de su mano a la cara de ella.
Lo hice y sus mejillas comenzaron a ponerse rosadas.
—Doctor. —dijo el viejo mientras golpeteaba una cajetilla para sacar un cigarrillo— Saldré a fumar y echar un trago mientras la examina.
Comencé a revisar sus flacos huesos mientras ella miraba a la pared.
La volteé para auscultarla y su cabeza se apoyó en mi regazo. Respiraba entrecortada como si fuese un animalito atrapado en un barco que se hunde y que cuenta con solo un rincón para respirar.
Levanté parte de la frazada, la giré con cuidado en la cama y le di un suave masaje en la espalda. Después de un rato me saqué la camisa y la vestí con ella.
Con mi mano en su mejilla sentí como se aquietaba su respiración hasta que quedó dormida.
El viejo entró con un bulto de ropa en la mano.
—Aquí hay un pantalón y una camisa para que se cambie. —me dijo— Están limpios.
Sonreí mientras me sacaba mis pantalones y me ponía los de él.
—Hay que comprarle ropa interior —le dije al viejo.
—Doctor, usted puede ver eso con el vendedor del maletín. Pero puede haber un problema.
—¿Qué problema? —le pregunté.
—Tiene que usarla usted primero. Sin olor no hay recuperación —me dijo el.
—No. Nada de eso. No soy travesti.
—No se preocupe —respondió—. Tómelo como un tratamiento médico.
Capítulo 8 – Brisa marina
Al día siguiente ubiqué al vendedor de ropa en la municipalidad, le dije que necesitaba unas cosas, pero que fuera a mi casa. En la tarde llegó con su mercadería. Seleccioné cuatro juegos de sostenes y calzones.
—¿Y esto cómo se pone? —le pregunté mientras manipulaba un sostén frente a mi pecho.
—Doctor. —dijo dándome una leve mirada de sospecha mientras cerraba su maletín— Ellas saben cómo ponérselo. Nosotros solo debemos saber cómo quitarlo.
En cuanto se marchó fui a mi habitación, cerré la puerta y las cortinas y traté de ponérmelos, pero no me cabían. Se me ocurrió entonces poner un calzón dentro del calzoncillo que llevaba puesto y el sostén usarlo colgado del cuello, debajo de la camiseta, mientras estaba en la casa.
Todo fue bien por un par de días hasta que una mañana la recepcionista del consultorio me saludó con una sonrisa pícara.
—Veo que pasó muy buena noche. —me dijo— Trae un sostén colgando del cuello. Y no me explique nada para que no se enrede.
Esa tarde pasé a ver a la muchacha. Ya estaba en pie. Le dije que se recostara para darle un corto masaje. Mientras lo hacía se fue quedando dormida. De pronto me di cuenta de que mis manos no se querían despegar de su espalda. Me levanté casi de un salto. No podía hacer con una paciente lo que me estaba imaginando.
Al agacharme al lado de su cama, para recoger mi maletín, escuché que ella susurraba algo.
—Sulán —me dijo.—Ese es mi nombre. Significa brisa marina —y volvió a dormirse.
Todos los días Sulán venía a mi casa cuando yo no estaba, se llevaba mi ropa sucia y me dejaba ropa limpia que ya había usado.
Una noche escuché su voz que me llamaba fuera de mi casa. Salí a ver.
—Gusano. Mira. Te traje una silla, es la mejor del pueblo. Anoche me asomé a tu ventana. Vi que te sientas a escribir.
—Si, me gusta escribir ¿Y dónde la conseguiste? —dije mientras me acomodaba en el sillón.
—En la casona blanca. Es la mejor silla del salón de las sillas.
—Es confortable este sillón y… ¡No, no puede ser! —dije mientras me levantaba— ¡Es el sillón del alcalde! Hay que devolverlo… ¿Y ese olor que tiene?
—Lo lavé con agua de mar y piel de pescado. Tenía olor a gusanos podridos.
—No lo puedo devolver así. Hay que hacerlo desaparecer.
—¿No te gustó la silla? En el salón de la cruz hay una mesa bonita con mantel blanco y te la puedo traer.
—No, por favor, estoy bien así. No traigas más regalos o me van a llevar preso.
Miré si no había nadie cerca. Como ya estaba oscuro me eché el sillón al hombro y comencé a caminar hacia la playa.
—¿Qué vas a hacer con él? —dijo mientras caminaba a mi lado tratando de seguirme el paso.
—Tirarlo al mar para que nadie lo sepa. —le respondí.
—Pero yo lo voy a saber. —dijo poniéndose frente a mí mientras caminaba de espaldas con la brisa marina retozando en sus cabellos.
—¿Y a quién se lo vas a decir? —le pregunté.
—A ti —dijo mientras se agachaba a recoger una piedra y luego otra— por si alguna vez te olvidas que lo tiraste al mar.
No se me ocurrió qué responder a eso. Solo atiné a preguntarle qué hacía con esas piedras.
—Busco la piedra de tu cabeza. —me respondió.
—¿Cómo? —le pregunté.
—La piedra con que te di en la cabeza. Era tuya —respondió mientras revisaba una piedra tras otra.
—Sulán. Esa piedra, con que me golpeaste, no era de mi cabeza. —le dije mientras bajaba el sillón para descansar un momento.
—Gusano. La espada que te mata es la espada que crea tu cabeza. —dijo alzando sus manos— Si una piedra te hiere o te mata es una piedra que sale de tu cabeza.
—O sea que si alguien se enferma eso también es algo de su cabeza.
—Tú deberías saberlo, para eso eres doctor.
—Ja, ja, ja. Y qué harás cuando encuentres la piedra, ¿Volverás a golpearme con ella?
—La lanzaré al mar, ella decide si vuelve. —respondió
—No sabía que atraigo a las piedras. —respondí mientras subía a una roca al borde del agua y lanzaba el sillón con todas mis fuerzas.
Flotó un momento, pero luego se hundió en medio de burbujas. Me quedé mirando un rato para asegurarme de que no iba a emerger.
—Espero que ese sillón no se sienta tan atraído por mí que decida volver. —exclamé dando un salto hacia la arena.
—También me atrajiste a mí. Yo estoy atada a ti. —dijo adelantando su cara mientras ponía sus manos tras la espalda.
—A ver. —le dije gesticulando con las manos y poniéndome serio— Yo no te he atado a nada. Tú te estás recuperando y podrás ir a donde quieras a tirar piedras o a cazar dragones.
—Gusano. ¿Es que tienes miedo de estar atado a algo?
Con pequeños giros comenzó a hundir sus pies en la arena húmeda, mientras decía:
—Yo debería tener mucho susto de estar atada a tí, pero eres divertido.
—Sulán. ¿Si te asusto mucho te irás? —le pregunté.
—Inténtalo. —me dijo.
—Te voy a tirar a los tiburones. —le dije.
—No me asusta. —respondió apoyando sus manos en las caderas.
—Te voy a encerrar en un armario con todos los gusanos de la alcaldía. —la amenacé.
—No me asusta, pero escaparía de ahí. —respondió mostrando una cautivante sonrisa.
—Te voy a dar un beso. —dije sin darme cuenta.
Bajó la mirada y quedó en silencio un momento mientras jugueteaba con los pies en la arena. Luego me miró desafiante.
—Me asusta. Pero no me escaparía.
Me sentí avergonzado sin saber por qué.
—¿Qué pasa? —me dijo advirtiendo que me había quedado pasmado— ¿Tú también te asustas?
Se largó a reír de tal forma que cayó sentada en la arena.
—Ja, ja, ja, Gusano. Esa noche de luna llena me querías comer viva. ¿y ahora yo te asusto si dejara que me beses? Si hubiese sabido…
La interrumpió un grito en la lejanía de alguien que llevaba una linterna.
—¡Está por ahí el doctor!
—Si —respondí ahuecando las manos— estoy acá.
—Hubo un accidente en la cuesta. —dijo la lejana voz— Traen un herido en camino.
Dejé a Sulán sin despedirme y comencé a trotar hacia el consultorio. Estaba molesto porque con ella me sentía cómodo, pero también vulnerable y eso era algo que no podía soportar. Con cada paso golpeaba fuerte el suelo y cuando llegué al consultorio tuve que hacer un esfuerzo para detenerme pues quería seguir corriendo más aún para escapar no sabía de qué.
Capítulo 9 – Pizza fría
El herido era el joven pelirrojo de las encomiendas. Ingresó con traumatismo craneal abierto, fracturas múltiples y pulmones perforados.
Intenté todas las formas posibles de reanimarlo pero no respondía. En un momento sentí la mano de la enfermera en mi hombro mientras decía con suavidad.
—Doctor. No hay forma de que los signos vitales se restablezcan.
Salí de ahí y fui al patio. La emprendí a patadas contra un contenedor de basura.
—¿Le traigo un café, Doctor? —escuché la calmada voz de la recepcionista a mis espaldas.
—No se preocupe. —le dije, sin siquiera girar a mirarla— Voy a caminar un rato para despejarme.
Atravesé el pueblo en dirección a la playa, caminé, caminé y caminé.
En la oscuridad sentí que alguien iba tras de mí, tratando de seguirme el paso. Imaginé que debía ser el viejo. Me alejé más rápido aún. No quería estar cerca de nadie.
Estuve unas dos horas caminando. Había rodeado el pueblo y sin darme cuenta estaba frente a mi casa. Tenía todas las luces encendidas.
Se abrió la puerta y como en un sueño vi que Roxana salía a encontrarme.
Me abrazó y me puse a sollozar.
—Amor mío, dijo ella —Llegué hace una hora. Fui a verte al consultorio. Supe lo del accidente y que hiciste lo posible por salvarlo. Estaba preocupada, no sabía dónde buscarte.
—Me siento inútil. —le dije.
—Son cosas que pasan. —me dijo mientras entramos abrazados— Aquí tienes que hacer de todo y es obvio que te involucras más con la gente. Mira, traje pizza y una botella de vino.
Me senté entre suspiros y comenzó a darme un suave masaje en los hombros y la espalda. En verdad que lo necesitaba. Apoyé mi cara en su pecho y no pasó mucho rato cuando nos fuimos a la cama como dos desesperados luchadores.
A las tres de la mañana estábamos de vuelta en el comedor. Semidesnudos, tomando vino y comiendo pizza fría.
—¿Cómo llegaste aquí?, ¿Y sin avisar? —le pregunté.
—Traje tu camioneta. La dejé con el mecánico de la esquina porque tenía un ruido raro. Y bueno, vine para darte una sorpresa.
—No es un ruido raro. —le dije— Es una canción que dice: “Ya no doy más, ya no doy más”.
—Llegaste con una terrible cara de “Ya no doy más”.
—Roxana. —le dije con la boca llena— ¿Sabes quienes conviven con Dios y el demonio?
—¿Quiénes? ¿Los curas? —dijo Roxana riendo.
—Si también. Pero me refiero a los médicos de urgencia de un pueblo chico. Se vuelven poetas porque creen que crean vida y cínicos cuando no aceptan que la muerte es superior a ellos.
—No creo que tú te transformes en alguien cínico. Quizás es que estás estresado, ¿Puedes tomarte unos días y nos vamos a Viña?
—Sí, me tomaré una licencia de una semana. Aprovecharé de ver un 4×4. ¿Y tú? ¿Quién eres? Te desconozco. ¿De qué zoológico te escapaste?
—¿Y eso, a que viene? —dijo con cara de interrogación.
—Hace un rato estabas como una fiera.
—¿Te gustó? —preguntó limpiándose los labios con una servilleta.
—Sí. —le respondí. —apurando una copa de vino.
—Aún me queda ferocidad ¿Y a ti?
—También. —dije mientras la subía a la mesa.
El sol ya estaba bien arriba cuando salimos a la terraza a tomar desayuno.
—Acércate. —me dijo pasando sus dedos por mi cabeza— Tienes una cicatriz, y es reciente.
—Fue con una roca —le dije sin darle importancia— por suerte tenía un médico a mano.
—Espero que no te importe, pero me están gustando mucho los tratamientos de ese médico.
En ese momento apuntó con su taza de café hacia la calle.
—Mira. Esa mujer que viene hacia acá, con la canasta. Lleva una camiseta tuya y el pantalón es idéntico a un pijama que tú usas.
Era Sulán que venía con una carga de ropa de recambio.
—Es ropa que ya no uso, —dije algo nervioso— ella lava mi ropa.
Sulán se detuvo a mitad de camino al vernos en la terraza.
Roxana me abrazó por la espalda y me olió el cuello de mi polera
Esta hay que lavarla, —dijo tirándola hacia arriba para sacarla— tiene olor a vino y pizza. Pero… mira, la lavandera se está devolviendo.
—Debe haber olvidado algo —dije, aliviado— traeré otro pan de la cocina.
Volví cuando aún se veía, recortada en la playa, la lejana figura de Sulán con su canasta.
—¿Qué miras? —me preguntó Roxana.
—El mar —mentí.
—Mírame a mí. —dijo tomándome de las mejillas— Yo tengo ojos color de mar y son solo para ti.
Pasé a buscar la camioneta para partir ese mismo día. Mientras esperaba que me la entregaran, pensé en ir a ver al viejo. La verdad es que deseaba ver a Sulán. Pero ¿Qué le iba a decir? Quizás algo así como: “Sabes Sulán, me gusta tirar con mi novia, pero también me gusta caminar contigo en la playa”. O podría decirle “Sulán ¿No te hablé de mi novia?, bueno, ella llegó y tengo que atenderla, ¿Tú entiendes, no es cierto?”
Parece que el mecánico tenía hace rato su mano estirada con las llaves de la camioneta, pues me preguntó con impaciencia.
—Doctor ¿Va a querer las llaves o no?
Esa tarde partí con Roxana a Viña del Mar. Cuando salíamos del pueblo no quise mirar por el retrovisor. Tenía miedo de lo que pudiese ver.
Capítulo 10 – Café Amargo
En Viña del mar dejé mi camioneta en venta con un concesionario y compré un Jeep nuevo. Un verdadero 4×4.
Con Roxana salimos a pasear por ahí. En la feria de artesanía vi un bello collar de conchitas. Lo extendí en mis manos. Imaginé a Sulán con él en su cuello, riendo y saltando en la arena.
—¿Un collar de conchitas? —dijo mi novia al acercarse mientras yo pagaba—, eso es para niñitas.
No dije nada. La vendedora lo puso en un sobre y lo guardé en mi bolsillo. Continuamos caminando en silencio por la feria. Por ahí me puse a ver unos libros mientras Roxana se quedaba de brazos cruzados a mi lado.
—¿Te parece que tomemos ahí un café helado? —le propuse indicando unas mesas en la solera.
—¿Para quién es el collar? —preguntó Roxana apenas se sentó.
—Lo voy a guardar. —mentí.
—¿Es para la lavanderita? No lo niegues. Encontré calzones y sostenes en tu casa. No me dirás que los dejó ahí el viento. Bueno, la imbécil fui yo por haberte dejado solo y eso es mi culpa. ¿Tienes algo con ella?
—No. O sea no es eso que imaginas. —le dije— Es complicado de explicar.
—Es muy simple. —dijo Roxana— Dime con quién te has metido.
En ese momento llegaron los helados y comencé a chupetear café con la pajilla para ganar tiempo. El café, que debía ser dulce, lo sentía muy amargo. Sabía que la verdad iba a ser para ella una mentira así que pensé que si soltaba una mentira grande lo podría tomar como verdad.
—Con la señora del Alcalde. —dije sin inmutarme.
—¿Te metiste con la señora del Alcalde? —preguntó casi saltando del asiento.
—Si, —continué yo— y también con la panadera, le gusta hacerlo encima de los sacos de harina. También lo hago con dos secretarias de la municipalidad y una profesora. Si me saltara el almuerzo alcanzaría a tirarme a la guardabosque.
Roxana quedó con la boca abierta y se largó a reír.
—Jajajaja. Estoy empezando a creer que serías capaz de eso.
Yo me encogí de hombros con sonrisa de falsa modestia, pero Roxana no había terminado aún.
—Estás protegiendo a alguien que te interesa. —dijo ella— Seguro que es la lavanderita.
Yo ya no sonreía tanto.
—Ok. —dijo Roxana— Quédate una semana con ella. Puedo soportar eso. No más. Luego regresas conmigo a comprometerte y te olvidas de ese pueblo. Verás que siempre seré para ti como una fiera. Como a ti te gusta.
—Roxana… —le dije lentamente— No puedo prometerte que me voy a comprometer.
Miró hacia el horizonte de nubes grises mientras se mordía los labios.
—Por lo menos eres honesto en eso.
Comenzó a enrollar una servilleta.
—¿Qué tiene ella? —preguntó.
—Nada. No tiene nada. —le dije.
—Pero por algo te atrae, ¿La amas?
—No sé, no creo —le respondí.
Nos quedamos un buen rato en silencio. Tomó un cigarrillo lo encendió y soltó el humo con un largo suspiro.
—Cuando regresé, —dijo ella— vi que habías cambiado. No sé qué es mejor; si ser la persona que mira como tú o ser la persona que recibe tus miradas. O quizás ser las dos a la vez.
—Nunca habías hablado así. —le dije sorprendido.
—Tú me llevas a un lugar donde se habla así. Esa mañana, al desayuno, cuando la mirabas supe que ya te había perdido.
—Escucha. —comencé a decir sin poder mirarla a los ojos— Eres lo mejor que…
—No digas más o me pondré de rodillas para rogarte que no me dejes. Vete y no dejes que se pierda lo maravilloso en que te has convertido.
Me levanté torpemente, pagué la cuenta y me retiré.
Hice partir el jeep y al pasar frente al café la vi de lejos, aún sentada, con la cabeza gacha y las manos apoyadas en sus mejillas. Me sentí como un verdadero gusano. Tenía que hacer algo para pasar ese amargo momento así que, como aún me quedaban unos días libres, decidí ir a Santiago a cambiar neumáticos y a instalarle protecciones y focos externos a mi nuevo vehículo.
Capítulo 11 – Los dragones
Volví a Puerto Viejo al término de los días de licencia.
En mi casa vi que había unos paquetes, pero no les presté atención pues fui de inmediato a la casa del viejo para ver a Sulán.
Estacioné el jeep. Me extrañó que el viejo estaba dando vueltas frente a su cabaña.
—¿Y cómo sigue nuestra paciente? —le pregunté.
Siguió caminando en círculos. Lo detuve tomándolo de los hombros.
—Viejo ¿Qué te pasa? ¿Estás borracho?
—Por mucho que uno camine dando vueltas, el sol no se detiene —dijo con la mirada extraviada—. Pero si el sol se detiene el mundo deja de dar vueltas.
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
—Vea usted mismo —dijo señalando con la cabeza hacia su casa.
Entré. La habitación estaba oscura. Había un olor denso, dulzón; que, desgraciadamente, ya conocía. Abrí la ventana. Sulán estaba inmóvil, tendida en su camastro, con la mirada borrosa y la tez pálida. Su rostro tenía una expresión de paz y belleza tan grande como jamás había visto. Le palpé el cuello, estaba sin pulso y el cuerpo ya sin calor. Había muerto hacía varias horas.
Caí de rodillas aplastando mi cara en su pecho.
—Sulan. ¿Qué pasó? —grité abrazándola entre sollozos— Si estabas bien.
—Se dejó morir —dijo el viejo a mis espaldas.
—¿Cómo?
—Dejó de usar tu ropa. Dejó todo en tu casa.
—¿Cuándo hizo eso?
—Cuando partiste con tu novia. Recuerdas esa noche, cuando murió el joven pelirrojo y te fuiste afligido a caminar. Ella fue tras de ti. Trataba de alcanzarte, pero te alejabas cada vez más. Te siguió hasta tu casa y vio que estabas acompañado. Deshizo el nudo para que fueras libre.
Me fui tras unas rocas a llorar y vomitar. Quería morir en mi vómito. Sentía el aire como si respirara roca. Me fui metiendo al mar, ya no sentía diferencia entre el aire y el agua. Una mano me aferró con fuerza. Era el viejo que decía:
—¡Arriba. ¡Arriba! ¡Respira!
—Déjame, viejo. Déjame solo. —le respondí.
—Y te crees que con eso se acabará todo. Idiota. Vagarás como fantasma, acorralado por tus dragones.
Me tomó por las axilas y me dejó en la playa.
Comencé a pensar que con morfina podría hacerlo más rápido.
—No es buena idea. —comentó el viejo.
—¿Qué? No he dicho nada. —le dije.
—Puedo ver tus dragones. Ya los he visto antes. Dragones de dolor y de culpa. Dragones de soluciones tontas.
—Dame un trago. —le dije.
—Hoy no. —me respondió— Esta noche hay que devolverla al mar.
Al caer la tarde lavé su cuerpo con agua de mar y lágrimas. Le coloqué mi piyama y alcé su dormida cabeza para poner en su cuello el hermoso collar de conchitas.
Con ayuda del viejo la envolví en las sábanas de mi cama.
Esa noche la depositamos en las olas. Su cuerpo flotó unos momentos y luego comenzó a desvanecerse. Tuve el impulso de caminar al fondo del mar, pero la firme mano del viejo me detuvo diciendo.
—No es su tiempo y menos así.
—Viejo maldito. —dije dándole un fuerte golpe en el hombro que lo derribó— Pueblo maldito y mar maldito. Jamás debiera haber venido.
Me marché de ahí. Busqué en Santiago un trabajo nocturno en urgencia pues de noche no podía dormir. Como tampoco podía pasar sin licor encontré la forma de ocultar por ahí lo que necesitaba para pasar los días.
Me había transformado en un gusano que se alimentaba de rabia y defecaba cinismo. No me daba cuenta de que esa ciega manera de vivir solo era una tonta forma de morir. La ironía es que eso solo lo pude ver gracias a una desconocida, una joven mujer que, con un collar de conchitas en su cuello, ingresó a urgencia por tratar de quitarse la vida.
Gracias a ella dejé la atención nocturna y también el licor. Me fui durante tres semanas a un refugio en un pueblo de las montañas. Cada mañana salía, con una buena merienda, a realizar largas caminatas. Encontré que por fin podía dormir de noche, como el resto del mundo. Pensé en quedarme ahí, pero sabía que aún me quedaba enfrentarme a todo aquello que aún culpaba de haberme dañado.
Esa era mi propia urgencia.
Capítulo 12: Una urgencia
De modo que regresé a Puerto Viejo a completar el período que me faltaba para la especialidad. El pueblo había crecido. El recinto de atención estaba más grande, con box separados para atención de urgencia y había dos médicos internistas.
La gente conocida me recibió con cariño, sin hacer preguntas. Quizás sabían o se notaba que llevaba una gran herida.
Doctor —dijo la recepcionista al verme— lo extrañamos tanto. —dijo al darme un abrazo— Ahora todas van a querer examinarse con usted. ¿Y qué lo hizo volver?
—Una urgencia —le dije
—Umm —me dijo—. Quizás no sea algo tan como urgente. A veces por apresurarnos en sanar nos enfermamos de otra cosa peor. Perdón Doctor. ¿Dije algo que le molestó?
—No, solo que a veces me surgen algunos recuerdos dolorosos.
—Bueno —dijo ofreciéndome una taza—. Para esos dolores yo solo le puedo ofrecer un café ¿O prefiere patear contenedores de basura?.
—Jajaja. —le respondí— En esta ocasión prefiero un café y si ve que estoy golpeando un contenedor la autorizo a que me dé una buena patada en el trasero.
—Por favor, —dijo pasándome un bloc de papel y un lápiz— Escriba eso en una receta. Hay mucha gente que necesita ese tratamiento.
Después de una semana de haber llegado al pueblo, el viejo, sabiendo que yo lo estaba esquivando, fue a verme al consultorio.
—¿A qué vienes? —le pregunté.
—A un control de salud.
Con rudeza comencé a tomarle la presión.
—Peor que un fantasma son los dragones que rodean a un fantasma. —dijo con lentitud —Pero peor aún es una persona acorralada por dragones.
—Viejo, ¿Qué sabes tú de dolor, ¿Has amado alguna vez?
—Y tú ¿Cuándo te diste cuentas que has amado? ¿Cuándo ya fue demasiado tarde?. Lo más grande de amar es dejar libre lo que se ama.
—¿Te lo dijo ella? —le pregunté.
—No. Se le notaba y tú no tenías ojos para verlo. Estabas preocupado de tus miedos. Después tuviste ojos solo para llorar y ahora prefieres andar ciego. Eso es lo peor que le puede pasar a uno. De ahí es casi imposible salir solo.
—¿Te sucedió a ti? —le pregunté.
—Sí. Es una historia larga que todavía no termina. La vida es como una trenza y en cada vuelta te abrazan diferentes hebras. Y en verdad que algunas queman.
—Viejo, disculpa.. por haberte tratado así.
—No es nada comparado a como te has tratado tú.
—¿Me ves muchos dragones? —le pregunté.
—Aún no se transforman en jaurías, yo les prestaría atención.
—¿Qué tendría que hacer?
—A veces es mejor dejar de hacer. —respondió.
—Y…¿Sirve un abrazo?
—Sí mi muchacho. Había olvidado que es una de las cosas que más sirven. —Dijo abrazándome con fuerza mientras yo sollozaba en su hombro.
—Suelta —me dijo—. Suelta todos tus suspiros.
Unas fuertes voces resonaron al fondo del pasillo.
—¿Qué sucede? —preguntó extrañado.
—Una urgencia —respondí mientras pasaba la mano por mis párpados húmedos—. No estoy de turno, pero voy a ver si ayudo en algo, ¿Me esperas para salir a caminar o nos vemos mañana?
—Bueno, mañana es siempre hoy. —respondió.
—Viejo loco. Querido viejo loco. —le dije con cariño.
Por el pasillo venía un paramédico y una enfermera empujando una camilla. Tendida en ella iba una mujer con una máscara de respiración que le cubría la cara.
—¿Qué le sucedió? —pregunté.
—Cayó de un barco. Está en shock.
Miré con atención a la paciente mientras me acercaba. Sin dudarlo, comencé a soltar la cinta de su mascarilla.
—¡Doctor! —exclamó el paramédico—. No haga eso. La paciente necesita oxígeno.
Acerqué la palma de mi mano a su cara y la retiré lentamente. La mujer, aún con los ojos cerrados, tosió, esbozó una leve sonrisa y susurró:
—¡Gusano!