El paisano

Ese paisano que, años atrás, leía mis notas y fumaba mis cigarrillos en el cruce a las minas, sabía, mejor que yo, que algún día escribiría cuarenta cuentos.
No había nada en ese cruce; ninguna construcción, ni siquiera un matorral en ese desértico lugar. Ahí me había dejado el camión al que le había hecho dedo, ya que seguía hacia arriba, a las minas, y yo iba por el otro camino, a Santiago.
Después de un rato llegó una camioneta, que también iba a las minas, se detuvo y bajó él; un hombrecillo delgado, de caminar firme y sonrisa amplia. Dejó en el suelo su bolso de lona con una desgastada frazada enrollada y fue a orinar al costado de una roca. En seguida se adelantó a estrecharme su callosa mano salpicada de rocío. Me miró con calma, luego extendió los brazos como si tratara de abarcar todo el cielo y el horizonte y preguntó:
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Unos veinte minutos. —le dije.
—¿Nació hace veinte minutos? —dijo sorprendido.
—Usted me preguntó cuánto….—le respondí.
—Mire, paisano —me dijo, moviendo su dedo índice— las respuestas cuerdas solo sirven para tener un trabajo asalariado y un matrimonio aburrido y yo —recalcó apuntándose al pecho— no puedo ofrecerle trabajo ni matrimonio.
— ¡Jajaja! Llevo aquí veinte años —le dije riendo.
—¿Y qué le parece el lugar?
—Grandioso —respondí—, a veces complicado, medio loco, pero siempre hermoso.
—Sí, —razonó él— aunque a alguna gente no le gusta por las piedras y se pone a pavimentar todo para que se vea parejo.
Tomó unos pedruscos y los ordenó en un pequeño montículo. Abrió su bolso y sacó una gastada fotografía de una mujer, la puso encima de las piedras y se arrodilló. Hizo un gesto con la cabeza para que lo acompañara. Me instalé a su lado tratando de recordar alguna oración.
—¿Anda con ofrendas? —preguntó.
—¿Ofrendas?
—Sí, ofrendas de comida. Páseme su mochila.
Le alcancé mi mochila, rebuscó por ahí y encontró el resto de un pan con queso, una naranja y una cajetilla con algunos cigarrillos. Miró mi cuaderno de apuntes y preguntó:
—¿Qué es?
—Mi libreta de notas —respondí— . Ahí escribo mis sueños y pensamientos.
Dejó la libreta un lado, tomó el pan, la naranja y los cigarros y los colocó al pie del rústico altar. Después de decir unas palabras de agradecimiento, tomó el sandwich y me pasó la mitad.
—¿Nos vamos a comer las ofrendas? —le pregunté.
—Ya están bendecidas; soy su hijo. —respondió.
—¿Falleció? —le consulté.
—Mi papá la envió al cielo.
Enmudecí y agaché la cabeza.
—No es para estar triste; ella está muy bien, me cuida y de noche me viene a ver.
—¿Y… su papá?
—Lo dejé en el infierno. —dijo.
Me atoré con el pan y me dio unos palmazos en la espalda que casi me botan al suelo.
—No, paisano. No lo maté; ya tenía su propio infierno.
Terminó la mitad de su naranja, se limpió las manos en los pantalones y se puso a hojear mi libreta.
—¿Qué es esto? —dijo, indicando una página escrita.
—Son pensamientos.
—”Estás deteniendo el tiempo con risas de olas y mar”… Está bonito. ¿Y quién tiene ese pensamiento?
—Nadie, o sea yo, pero nadie en particular. —respondí.
—¿Es el pensamiento de un enamorado? —preguntó de nuevo.
—Podría ser.
—¿Y qué más hace ese enamorado? —me dijo gesticulando las manos.
—No sé, no existe, así que no sé que más hace.
—Paisano; un pensamiento bonito es un milagro. Si hay un milagro tiene que haber un santo; si hay un santo tiene que haber diabluras y a mí me gustan los cuentos de diabluras de los santos.
—¿Le gustan los cuentos? —pregunté.
—Sí.
—Trataré de escribir un cuento con eso.
—¿Sólo un cuento? —replicó con una sonrisa traviesa.
—Bueno, diez cuentos.
—Es poco. —respondió.
—¿Veinte cuentos?
—Todavía es poco. —me dijo.
—¿Le parece entonces que escriba cuarenta cuentos? —respondí exasperado.
—Sí, para empezar podrían ser cuarenta cuentos.
—¿Está loco? No puedo escribir cuarenta cuentos.
—¿Por qué no? —replicó.
—Porque no sé escribir cuentos.
—A ver —dijo él— , primero dijo que trataría, después dice que no sabe y ahora me va a salir con que es imposible. ¿No debería ser al revés?
—Está bien, lo haré. —respondí.
—Los estaré esperando.
—¿Dónde? —pregunté.
—¿Ve esa roca grande en la curva del camino? Déjelos ahí debajo, y cuando pase por acá miraré si están ahí mis cuentos.
Esa tarde pasó un camión que iba a la frontera y mi amigo el paisano se encaramó en él.
No lo he vuelto a ver, y este invierno, después de varios años, he regresado al mismo lugar. Bajo la roca puse una cajetilla de cigarrillos, una naranja, un sandwich de queso, y bien protegidos, le he dejado sus cuarenta cuentos.