Llevaban un burro al matadero porque ya estaba viejo. El animal iba tan triste que tardó en darse cuenta que en el suelo había una moneda de oro. La pisó con una pezuña para ocultarla mientras inclinaba la cabeza para tratar de tomarla con la lengua. Se detuvo al ver que un gallo lo observaba.
—¿Qué miras? —dijo el burro.
—Un burro siempre será burro —dijo el gallo—, pero puede aprender algo si tiene sueños de hombre.
—¿Qué dices? —respondió el burro con mirada hosca.
—Tómala ya y no pierdas el tiempo conmigo.
El burro se echó la moneda a la boca y cayó en un profundo sueño.
Despertó en un lugar oscuro, tenía encima algo que parecía una frazada. Se incorporó a medias.
—Me estás destapando —dijo una voz de mujer en la oscuridad.
Asustado, dió un salto pero tropezó y cayó al suelo.
—¿Que estás haciendo? —dijo la mujer encendiendo una vela.
El comenzó a mirarse las manos.
—Tengo manos de hombre —exclamó—, y mis pies también. Mi piel es de hombre. ¡Ya no soy un burro!
—Omar ¿Que te pasa?
—¿Quién eres tú?
—Soy tu mujer.
—¿Tengo mujer? —preguntó el.
—Soy Zelaida, tu mujer ¿Acaso me quieres abandonar? —dijo furiosa—. ¿O has tenido una pesadilla?
El respondió rápidamente.
—Ha sido una pesadilla —dijo el— ¿De verdad que no soy un burro?
—Mira aquí si ves un burro —le dijo ella pasándole un espejo.
Omar se revisó desnudo por delante y por detrás.
—¿Que te pasa ahora?
—Me estoy mirando. —respondió el.
—Pues deja de gastar vela que no somos ricos ¿Y por qué hablas tan raro?
El hombre se metió un dedo en la boca y sintió ahí la moneda de oro.
“Ha sido la moneda de oro —pensó—, la moneda me transforma en hombre”
—Acuéstate ya. —dijo su esposa.
Obedeció y se tendió en el suelo al lado de la cama.
—¿Y qué haces ahí? —preguntó ella incorporándose.
—Ya estoy acostado. —afirmó.
—Déjate de chistes y sube a la cama o te doy con el candelero.
Omar se levantó temprano y fue al patio a buscar algunas hierbas para desayunar. Estaba mordisqueando unas ramitas cuando vio a una burra en un corral vecino. Era la burra mas deseable que había visto en su vida.
Estaba a punto de saltar la cerca cuando apareció su mujer.
—Omar. ¿Qué haces?
—Tengo hambre —dijo—, mirando para otro lado y echándose unas hierbas a la boca.
—Hay agua y un poco de avena para que comas. El pan ya va a salir del horno.
Se sentó en un piso y su esposa le pasó un cuenco con agua y avena. Trató de comer pero como le molestaba la moneda en la boca la dejó en un pliegue de su pantalón. El agua y la avena se sentían extraños pero quedaba mejor si, a escondidas, le ponía un poco de pasto.
Terminado el desayuno volvió al patio mientras miraba de reojo a la burra.
—¿Y ahora qué estás esperando? —preguntó ella.
—Que me lleven a trabajar.
—Tú tienes que ir a trabajar solo. Toma —dijo pasándole una bandeja—, ve a vender panes.
—¿Vender panes? —dijo el.
—A una moneda de cobre cada uno, y no los comas.
Llegó al mercado y se sentó en el suelo con la bandeja al lado.
Un vendedor de baratijas se acercó, dejó una moneda y tomó un pan, otras personas hicieron lo mismo hasta que solo quedaron dos panes.
Omar estaba asombrado de que, para algunos hombres, trabajar es quedarse sentado esperando que llegue el dinero. Pensó, riéndose, que si todos los burros supieran eso ya no quedarían burros en el mundo.
Se acercó un mercader rico y le preguntó.
—¿Tu pan es dulce o salado?
—No sé —dijo él— no lo he comido.
—¿No has probado el pan hoy?
—Nunca he comido pan. —replicó
—¿Vendes pan y nunca has probado uno? ¿Es verdad? Entonces deberías ser sacerdote o político.
—Prefiero ser hombre y vender pan. —aseveró el.
—Escuchen —dijo el mercader al grupo de gente que se había congregado—. Este si que es un hombre honrado.
—¿Los hombres honrados no comen pan? —preguntó Omar
—Un hombre honrado sabe lo que come —dijo el rico— Compraré tus dos panes para que puedas comer uno. Prueba y nos dices qué te parece.
Omar tomó un pan y le dio un mordisco, cerró los ojos, masticó lentamente y soltó un profundo suspiro.
—Es como una nube atrapada en una ligera corteza tostada por el sol. Por dentro tiene sabor a arroyo y granos de pradera con un rocío de brisa de mar.
El mercader miró a Omar y luego a su pan. Mordió un pedazo, cerró los ojos y comenzó a masticar pausadamente.
—Es verdad, tiene todo eso que ha dicho. Este es el mejor pan que he comido. Pruébenlo —dijo repartiendo su pan a los curiosos.
—Es cierto —dijo uno cerrando los ojos mientras mordía—. Este pan es de reyes.
—Está hecho por ángeles —dijo otro.
—Toma —dijo el rico depositando cuatro monedas—, tu pan vale el doble ¿Mañana también estarás aquí?
—Sí. Tendría que ser burro para no estar aquí. —respondió el.
Omar llegó al atardecer a su casa y mostró las monedas a su mujer.
—Eran veinte panes y has traído veintidós monedas ¿Qué sucedió? —preguntó ella.
—Un mercader me pagó doble pues le gustó el pan. A mi también me gustó.
—¿Te gustó el pan?
—Si, está hecho por ángeles.
—Lo hice yo. —dijo ella.
—Zelaida ¿Eres un ángel?
—Sí, y esto también hacen los ángeles —le dijo mientras lo tomaba de la nuca y colocaba sus labios sobre los de el.
Omar dío un salto hacia atrás con los labios cerrados.
—¿Que tienes en la boca? —preguntó ella?
—Nada.
—Me ocultas algo.
—Dije que es nada —respondió él marchándose.
Fue a dar una vuelta al mercado. Vio un lugar donde vendían comida y se sentó en una banca.
—¿Qué vas a querer? —dijo el tendero— Hay pastel de carne, guiso de zapallo y manzanas confitadas.
—Quiero dos panes.
—¿Solo eso, nada más?
—Si. —dijo el.
Sacó la moneda de su boca y la dejó en el cinto. Tomó el pan que le trajeron y lo mordió. No era tan bueno como el de su esposa, así que le agregó un poco de hierbas y pasto que tenía en el bolsillo.
El tendero, que lo observaba de lejos, le comentó a su esposa.
—Mira, ese hombre tiene una moneda de oro pero solo come hierbas y un poco de pan. Ese si que es burro.
Al otro día Omar salió de nuevo a vender pan. Zelaida tomó un cántaro y se dirigió a la fuente en busca de agua. Varias mujeres la estaban esperando para contarle los últimos chismes.
—Tu hombre esconde una moneda de oro en la boca —dijo una.
—Y a tí no te compra ni un pañuelo —agregó otra.
—Escucha —dijo una vieja desdentada tomándola del brazo— Para que la suelte tienes que darle queso, vino y carne ardiente.
—¿Carne ardiente?
—La tuya por supuesto, ¿o acaso quieres que te preste la mía?
Esa tarde Zelaida pasó al mercado a comprar un trozo de buen queso y una jarra de vino. Una vez hechas las compras vio a Omar, quien ya había vendido todos los panes. Estaba sentado fascinado mirando todo como si fuese un extranjero recién desembarcado.
—¿Que haces? —le preguntó ella.
—Veo cómo se mueven comprando cosas para obtener algo. A los burros hay que obligarlos para que trabajen, pero a los hombres nadie los obliga a hacer lo que hacen.
Zelaida quedó rígida como una estatua, en seguida se sentó a su lado apoyando la cabeza en las manos.
—¿A qué has venido al mercado? —preguntó el.
—Vine a comprar una cosa para obtener otra. —dijo en un susurro.
—¿La jarra y ese paquete?
—Si. Pero ahora los voy a tirar al río. —dijo ella levantándose de golpe.
—Espera. Te compré un pañuelo. —dijo Omar.
—¿Que? —respondió ella.
—Es para tí —dijo mientras extendía un vaporoso pañuelo multicolor.
Zelaida lo miró sorprendida. Puso el pañuelo en su pecho y le dijo.
—No iremos al río. Quiero que vayamos a casa.
—¿Podemos ir más tarde? Aquí es como mirar un río, uno no se cansa de mirar la corriente. ¿Por que te ríes? —dijo Omar.
—Tú estás como un río. —respondió la mujer con una sonrisa.
Regresaron a su casa a la hora plateada, aquella en que se van los colores y brotan los miles de grises que preceden a la noche.
—¿Estás con hambre? —dijo Zelaida colocando en la mesa una tabla de madera con trozos de queso.
Omar probó el queso.
—Ohh —dijo.
—¿No te gustó?
—Es delicioso. Es como morder el corazón de la leche. ¿Y eso que es?
—Vino de la sierra, para acompañar el queso. —respondió ella mientras le servía una copa.
Omar comenzó beber ese líquido oscuro. Se sentía como si desenfrenados soles y lunas corrieran por sus venas.
—Beberlo es como si la noche comenzara a bailar. Zelaida ¿Por qué querías tirarlo al rió?
—Creí que el río se podía tragar mis errores. —dijo ella— ¿Y tú? Estás diferente. Te quedas maravillado ante todo.
—Estos días, y esta noche, son maravillosos.
—Verás que esta noche la hago yo. —dijo Zelaida mientras se acercaba a el y le ponía la mano en la entrepierna.
Omar no sabía si estaba más mareado por el vino o por el fuego que le comenzaba a correr por el cuerpo.
La mujer levantó su túnica y se puso a horcajadas sobre sus piernas.
“Ohhh. Esto es lo que sienten los ángeles cuando se van al cielo”. —pensó Omar en medio de crecientes y fuertes jadeos.
—¡Para, para! —gritó la mujer.
—¿Qué?¿Que deje de moverme?
—No. Sigue así, no te detengas —dijo ella—. Pero deja de rebuznar.
Despertó desnudo en el suelo al lado de la cama desarmada. El dormido rostro de su mujer, apoyado en su hombro, dejaba caer pequeñas gotas de saliva de sus labios.
“Después de esto —pensó mientras la miraba con ternura— ya no volveré a mirar una burra. Sí que es buena la vida de un hombre. Mucho mejor que la de un burro; trabaja menos; tiene el pan, el queso, el vino y la mujer. Lo mejor es la compañia de la mujer. Si todos los burros supieran esto…”
De pronto se acordó de la moneda. Ya no la tenía. La había perdido. Levantó la cabeza para mirar la cama y el suelo.
—¿Buscas la moneda? —preguntó su esposa entreabriendo los ojos.
—Si. —dijo el.
—Toma. Aquí está —dijo extendiendo su mano. Enseguida volvió a acomodar la cabeza en su pecho.
Omar suspiró aliviado. Tomó la moneda de entre los sueltos dedos. Se levantó y comenzó a vestirse.
—¿Vas a salir? —preguntó Zelaida.
—Volveré luego —dijo, agradeciendo que no le preguntara adónde, pues no se atrevía a decirle que iba a que le pusieran una cadena a la moneda
Estaba llegando al bazar de los joyeros cuando se cruzó con una caravana de camellos, en sus costados llevaban grandes fardos de pasto. Omar sintió picazón en la nariz y estornudó tan fuerte que la moneda saltó lejos.
La buscó en derredor pero no la encontró. Cayó la noche y ya nada más pudo hacer.
Al otro día, en vez de ir a vender pan, volvió buscar la moneda, y el siguiente también se lo pasó escudriñando el suelo.
Un gallo, que le parecía conocido, se acercó a preguntarle:
—Hombre ¿Qué estás buscando?
—Mi moneda —respondió Omar—. Debo encontrarla para no volver a ser burro.
—Jajaja —rió el gallo— Te has contagiado la enfermedad de los hombres; no saben distinguir un sueño de un ensueño.
—No entiendo.
—Te ayudaré. Mira; ser hombre es un sueño y un ensueño es tratar de sostener un sueño con cosas vanas.
—Eso no me ayuda a encontrar mi moneda.
—Umm —dijo el el gallo—. Entonces hay que mirar el suelo.
El ave dio unas vueltas alrededor y exclamó:
—Aquí hay algo.
—¿Qué encontraste?
—Huellas de burro y hay algo más.
—¿Qué es?
—Estoy frente al burro que acaba de hacerlas.