Un cordero se alejó del rebaño para ir a observar desde la cima de la colina. Desde ahí veía el resplandeciente amanecer, las lejanas montañas, los ondulantes pastizales; el rebaño, el pastor, el lejano bosque y… saliendo de ahí… ¡el lobo!
—¡El lobo, el lobo! —gritó, más para sí mismo que para dar la alarma, fascinado por la agilidad y desparpajo con que el lobo trotaba por aquí y por allá.
—El lobo, el lobo —susurraba ahora con admiración.
El animal se fue acercando más y más al cordero; no en forma directa, sino que curioseando por un lado y otro como si toda la pradera fuera su espacio personal de correteos.
El cordero comenzó a retroceder lentamente, diciendo casi sin voz:
—El lobo, el lobo.
El intruso se detuvo a su lado, se sentó, miró lentamente el paisaje, luego al rebaño de abajo y dijo:
—Sí, soy lobo, y también pastor y cordero. Si estás aquí arriba, solo, en este lugar, te darás cuenta de lo mismo.
—Pero…, ¿me vas a comer? —preguntó el cordero.
—¡Cómo se te ocurre! —le respondió mientras llevaba la vista en busca de alguna oveja desprevenida— un lobo no se come a otro lobo.