Bartolito está con pijama, sentado en la cama con cara de sueño y bostezando.
—Bartolito, —dice su mamá— arriba que tenemos que tomar el bus.
—Pero si al colegio no voy en bus, me voy caminando y el Chuleta me acompaña para ladrarle a los otros perros.
—Vamos a San Antonio a comprarte zapatos, pantalones y camisa.
—Pero si ya tengo zapatos, pantalones y camisa.
—Al matrimonio tienes que ir con ropa decente.
— ¿Te vas a casar, mamá? —preguntó Bartolito con ojos como plato.
— ¡Cómo se te ocurre! Ya estoy casada con tu papá. Es tu prima Adelaida la que se va a casar y tienes que estar como un caballero.
—Mamá —dijo Bartolito con voz afligida mientras la tiraba del brazo —por favor, no la dejes casarse conmigo, deja que se case sola.
—No es contigo, se va a casar con Felipe, su novio, el de la camioneta roja.
—¿La que tiene ruedas grandes?
—Sí.
—Yo también me casaría con la camioneta roja de ruedas grandes.
—Escucha, —le dijo su madre— Ni se te ocurra salir con chistes en el matrimonio, esto es una cosa seria y la pobre Adelaida lleva tiempo esperando esta boda.
Bartolito iba a comentar algo que le pareció una muy buena idea para la prima, pero la mirada que le lanzó su mamá lo dejó callado. Tenía que decírselo a alguien o si no le iba a seguir haciendo cosquillas por dentro. Fue al baño, cerró la puerta y se lo contó al hoyito del lavamanos: “Si la prima Adelaida se comprara una camioneta roja no tendría por qué casarse.”
Enseguida tomó el cepillo de dientes, se lo puso en la boca con un poco de pasta y se sentó en el baño. Afuera, alguien tocó la puerta.
—Bartolito —preguntó su mamá —, ¿estás sentado en el baño o te estás lavando los dientes?
—Las dos cosas —le dijo.
—¿Cómo que las dos cosas? —dijo ella tras la puerta —. No puedes estar lavándote los dientes mientras estás sentado.
—Sí se puede —respondió Bartolito.
—Eso no es limpio.
Bartolito no entendió, ¿Era que el baño no estaba limpio y no había que sentarse o la pasta de dientes estaba sucia? ¿Alguien usa pasta dental y la vuelve a empujar en el tubo?
—Bartolito, tenemos que salir.
—Voy, ya voy.
Salieron a la calle principal de El Tabo y tomaron el diminuto y destartalado bus azul que decía Cartagena, San Antonio, Llo-lleo, Tejas. Ya iba casi lleno y en cada parada seguía subiendo gente. Algunos pasajeros alegaban porque el pasaje había subido y otros reclamaban porque se demoraba esperando más gente, o porque de repente iba más rápido para adelantar otro bus de la competencia.
Bartolito se acomodó en el espacio detrás del chofer para que no lo apretaran y para tener mejor vista del camino.
De repente los adelantó un bus rojo, y adornos como de circo, que llevaba escrito en la parte trasera “Django no perdona” Bartolito vio como el chofer metió cambio a segunda luego a tercera y pasó de un soplo al bus rojo. Atrás una señora se puso a gritar:
—¡Qué se ha creído! ¡Ahora se pone a correr como loco!
Llegaron a una parte del camino que tenia muchas curvas y no dejó que los adelantara el Django, pero éste se aprovechó de una parada para dejar pasajeros y los pasó con un largo bocinazo.
En una parte con edificios grandes tuvieron que parar detrás de un camión y el chofer hacía rugir el motor porque quería alcanzar al otro bus que lo tenía furioso.
Estaban por adelantar al “Django no perdona” cuando Bartolito vio que un taxi se cruzó delante del bus de ellos. La puerta del auto se abrió de golpe y bajó corriendo una mujer igual a su mamá, pero con cara de histérica.
— ¡Mi hijo! ¿Está arriba mi hijo? —preguntaba la mujer.
Bartolito pensó que estaba soñando: Una mujer idéntica a su mamá buscaba a su hijo, en el mismo bus que iba él.
De repente la mujer lo vio y le gritó:
— ¡Bartolito, baja!
Era su mamá. Bartolito comenzó a bajar sin ninguna gana, pues quería seguir en la carrera
Su mamá lo abrazó, lo tomó de un ala y lo metió al auto.
—Cómo bajaste tan rápido para tomar un taxi. —preguntó Bartolito.
—Me bajé sola, sin darme cuenta… pobrecito, te habrías perdido y no me lo habría perdonado nunca. —dijo su mamá mientras le corrían lágrimas por la cara.
Bartolito le iba a decir que él estaba bien, que estaba apoyando al chofer en una carrera, que ella podría haber esperado a que ganaran, pero la vio tan gelatinosa y llorosa que solo atinó a abrazarla.
Se bajaron en una calle con tanta gente que parecía el centro de El Tabo en verano, fueron de una tienda y otra, su mamá comenzó a probarse algunas blusas y de repente se acordó que tenían que comprar los pantalones, zapatos y camisa. A Bartolito los pantalones no le gustaron mucho, y la camisa tampoco, pero los zapatos que vió los encontró estupendos.
Parecía como si los zapatos lo estuviesen esperando a él: eran zapatos de montaña, de color negro, especiales para subir por los roqueríos, patear latas y marcar huellas en el barro.
Bartolito tomó los zapatos para mostrárselos a su mamá.
—Esos son bototos —dijo ella—, no son para ir a un matrimonio.
— ¿Por qué no? —preguntó él.
—Porque no son zapatos elegantes, estos son zapatos elegantes —dijo —mientras tomaba unos que eran brillantes y con punta de bote pesquero.
— ¿Son zapatos para cantar tango?
— ¿De dónde sacas que son para cantar tango?
—El papá dice que los zapatos elegantes son para cantar tango y yo no sé cantar tango.
—No vas a cantar, solo tienes que verte bien.
—Me voy a ver bien con los bototos.
—Te pruebas los zapatos que yo digo.
Bartolito se los puso a regañadientes.
—Cambia esa cara. —dijo ella.
—Es que me aprietan.
—Bueno, pruébate los que te gustan, por lo menos son negros.
—Sí, estos son súper. Puedo saltar más alto y se nota que son más rápidos. ¿Me voy con ellos?
—No, te los pones para el matrimonio, para que no los ensucies.
— ¿Y cuándo es el matrimonio?
—El próximo sábado.
—Pero falta tanto, ¿por qué no se casan antes?
—Deja de reclamar y vamos a comer algo ahora.
— ¿Un Hotdog ?
—Sí, vamos a comer Hotdog y nos volvemos a El Tabo.
Fueron a un restaurante del barrio portuario y pidieron un Hotdog especial para él y uno italiano para su mamá.
Bartolito estaba por echar mano de una botellita roja cuando su mamá lo detuvo.
—De ese no, es ají.
— ¿Es muy picante?
—Te va a arder todo y se te va a poner la cara roja.
— ¿Puedo probar?
—Cuando seas más grande. Ahora puedes echar de estos: Mostaza y Kétchup.
Bartolito echó un poco de cada uno y antes de comer comenzó a hacer muecas con la boca.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó su mamá.
—Estoy entrenando la boca para que se agrande, como hacen las anacondas. Así puede caber mejor.
—Mira, es más seguro si primero das un mordisco arriba y luego un mordisco abajo y nunca lo inclines porque se chorrea todo.
Bartolito ya estaba terminando de comer cuando entró un hombre de bigote que usaba camisa negra y estaba muy peinado. Se puso a cantar una canción triste mientras movía los brazos.
—¿Qué está cantando ese señor? —preguntó Bartolito a su mamá, mientras ella le miraba los zapatos al hombre.
—No te puedo decir ahora o si no vas a decir una tontera y me vas a hacer reír. El señor que canta se daría cuenta, se sentiría mal y eso me daría mucha vergüenza.
Bartolito iba a decir algo pero su mamá le mandó esa mirada que significa; no preguntes, no digas nada, pero él necesitaba comentarlo así que le dijo que tenia que ir al baño.
El baño de hombres estaba vacío y Bartolito se inclinó sobre el lavamanos con una voz ronca que imitaba al cantante: “Mi maaamá no se quieeeere reiiiir y no me quiereeee contar el chisteeee del señooor queeee cantaaa.”
El hoyo del lavamanos produjo un eco como de ultratumba, así que Bartolito gritó más fuerte:
“Mi maaamá no se quieeeere reiiiir y no me quiereeee contar el chisteeee del señooor queeee cantaaa.”
El eco era increíble, vibraba hasta el lavamanos, así que tomó todo el aire que podía caber en sus pulmones y volvió a gritar por el hoyo: “Mi maaamá no se quieeeere reiiiir y no me quiereeee contar el chisteeee del señooor queeee cantaaa.”
Con ese último eco hasta el espejo retumbó, enseguida se mojó la cara y el pelo y salió del baño.
Afuera estaba todo en silencio y lo miraban como si jamás hubiesen visto a un niño que sale del baño. El cantante estaba congelado; parecía haber olvidado la canción. Todos estaban callados y lo miraban raro.
Su mamá estaba roja, como si se hubiese tragado todo el ají, pidió la cuenta, le dio unas monedas al mozo y al cantante y salió rápido arrastrando de un brazo a Bartolito.
Cuando estaban a una cuadra de ahí se detuvo, le miró de frente y le dijo.
— ¿Qué estuviste gritando en el baño?
— ¿Se escuchó afuera? —dijo Bartolito con los ojos muy abiertos.
—Sí, todo el mundo lo escuchó muy claro, tres veces.
—Fui a contarle al lavamanos para no enojarte. Para otra vez se lo voy a contar a la taza del baño.
La mamá de Bartolito se echó a reír tanto, que se tuvo que tapar la boca y hacer como que miraba una vitrina de herramientas. Luego lo abrazó y le dijo.
—Chanchito mío, a veces me haces enojar porque estoy preocupada de otras cosas, y otras veces me haces reír tanto que me acuerdo que también yo fui una niña traviesa.
Esa noche, en la cocina de la casa, su mamá le contó al papá que había dejado solo a Bartolito en el bus y se puso a llorar como catarata, que cómo podía ser tan mala madre, olvidadiza y puras cosas así.
—Pero si no estaba perdido, —dijo Bartolito— estábamos por ganarle al otro bus cuando la mamá llegó en taxi.
Su papá abrazó a su mamá, tomó una silla y se sentó con ella en sus piernas. Para que se secara las lágrimas le pasó su pañuelo, que también usaba como trapo de limpieza cuando arreglaba la camioneta.
La mamá dejó de llorar, miró el pañuelo asqueroso del papá y le dio un empujón para pararse de golpe, pero la silla se rompió y los dos cayeron al suelo. Ella se levantó como un gato, pero el papá quedó tirado en el suelo sin moverse y con la boca apretada.
La mamá se arrodilló a preguntarle si estaba bien, dónde le dolía, que se quedara quieto, que respirara calmado, que si mandaba al niño por el médico o una ambulancia.
Bartolito estaba listo para partir a buscar ayuda, aunque pensaba que mejor podía haber estado con los bototos de San Antonio para ir más rápido.
—¡Ayyy!, me duele mucho —decía el papá.
—¿Qué te duele? ¿La espalda? ¿El pecho?
— ¡Ay! —dijo mientras la tomaba del brazo y la acercaba a su cara —. ¡Ay!, me duele la billetera, estas sillas son de las caras.
La mamá quería pegarle una bofetada, pero él la tomó de las manos y no paraba de reír en el suelo.
—Ustedes dos me van a volver loca, un día voy a parar en el psiquiátrico y ahí van a quedar felices.
Bartolito lo encontró muy divertido así que tomó impulso y de un salto se lanzó de poto sobre la otra silla para ver si la rompía, pero rebotó y cayó de cabeza en el piso de la cocina. Quedó llorando en el piso y sus papás se acercaron a abrazarlo.
—Mira como le quedó la frente, ahora le va a salir un cototo —dijo su mamá.
— ¿Me van a poner los bototos? —preguntó Bartolito con ojos llorosos.
—Sí, te voy a poner los bototos —dijo el papá mientras rapidamente abría la caja de los zapatos.
—Pero si el golpe fue en la cabeza. Mira el chichón que se le va a formar, ¡Cómo se te ocurre ponerle bototos!
—Hay que calmarlo mientras le pones un cuchillo helado en la frente para bajarle el cototo.
Bartolito estaba tan contento con sus bototos puestos, que ni se dio cuenta lo helado que estaba el cuchillo con el que le bajaron el chichón de la frente.
Y como los bototos de San Antonio eran muy buen remedio para el dolor, esa noche pudo dormir con ellos puestos.