Atracción eléctrica

Josefa soñaba que las ramas de un árbol golpeaban la ventana de la casa. Despertó y escuchó. Alguien llamaba.
—Josefa, déjame entrar.
—¿Héctor? —preguntó la joven.
—Sí, soy yo, abre la ventana y ayúdame a subir.
Con algún esfuerzo, Héctor logró encaramarse y caer dentro de la habitación.
—¿Te escapaste de la cárcel, y en calzoncillos? —preguntó Josefa.
—No, ¡vengo de una fiesta de pijamas! Por supuesto que escapé de la cárcel, ¿de dónde más iba a venir?
Josefa lo abrazó con ojos cerrados, temiendo que si los abría volvería a su sueño.
—Y tengo hambre— dijo él mientras le tomaba suavemente la cabeza y la besaba.
—¿De qué? preguntó ella, abriendo los ojos con una sonrisa expectante.
—De ti también, pero primero quiero comer algo.
—¿Cómo escapaste? — le preguntó, abriendo el refrigerador—. Espero que no hayas matado a nadie.
—No, creo que no. ¿Recuerdas que una vez te conté que, cuando chico, le dimos un golpe de corriente a una vieja malas pulgas; pues ella, con un cuchillo, nos reventaba las pelotas de fútbol?
—Sí, me dijiste que así se desquitaba por los pelotazos en su casa. —comentó Josefa.
—Fue por eso que te pedí que me llevaras a la cárcel dos pelotas de cuero.
—¿Te escapaste con dos pelotas?…, bueno, aparte de las tuyas.
—Mira —dijo Héctor—, la idea era tirar una pelota húmeda, conectada a un cable eléctrico, a la franja de seguridad. Un amigo le daría la corriente cuando el guardia la recogiera, así mientras él gritaba y atrajera la atención, yo podría tirar la otra pelota, rellena con piedras y bien amarrada a una soga, por encima del muro para treparme.
—Buen plan. —opinó Josefa.
—Sí, salió bien y mal. —agregó él.
—¿Cómo?
—Lo bueno es que resultó. El guardia recogió la pelota y gritó al recibir la descarga. Llegaron más guardias a ver lo que pasaba. En ese momento tiré la otra pelota sobre el muro y trepé por la cuerda. Lo malo es que los demás presos, que no sabían nada, se acercaron a la reja y les dio la corriente a todos; gritaban como chanchos. Desde el muro vi un destello eléctrico que los lanzó lejos. Yo caí de espaldas atravesando el techo de una casa.
—¿Por eso son los moretones en la cara? —preguntó Josefa mientras le acariciaba las mejillas que, como globos, se inflaban a cada mordisco de pan con queso.
—No, eso fue por los bastonazos de la gorda pilucha. —respondió Héctor.
—¿Qué gorda pilucha?
—Caí dentro de un dormitorio, se abrió la puerta y apareció una gorda, mojada y tapada a medias con una toalla. Tenía un bastón metálico en la mano y comenzó a darme golpes en la cabeza. Yo tomé una lámpara para protegerme, y parece que estaba encendida, porque la lámpara, el bastón y la gorda empezaron a soltar chispas.
—¡La electrocutaste! —exclamó Josefa.
—Ella se electrocutó sola, pero lo peor es que se desmayó y yo no podía abrir la puerta con la gorda en el suelo. Traté de tomarla por entremedio buscando alguna parte firme para moverla, pero costaba porque estaba enjabonada entera. De pronto me abraza apretado mordiendo mi oreja y me dice:
—Efraín, volviste. Mi pajarito perdido.
—Ahí se me pararon todos los pelos. Solté a la gorda, tomé el velador y lo puse encima de la cama para alcanzar el hoyo del techo. Di un salto y quedé colgando de una viga, pero la gorda se agarró de mis pantalones mientras gritaba.
—¡Ven acá, no te irás de nuevo!
—Me liberé a patadas y me encaramé al tejado quedando sin pantalones, así que fui de techo en techo hasta que bajé en un patio de carga. Me escondí debajo de un camión y esperé que oscureciera.
—¿Y ahora, qué vas a hacer? —preguntó Josefa con labios juguetones, mientras dejaba caer un tirante de su camisón.
—Creo que debo estudiar electricidad.