El librero de Ñuñoa

No estaba muy contento en el barrio de Ñuñoa, o mejor dicho no estaba contento con nada. Echaba de menos mi pueblo del sur y a mis amigos, como también los verdes potreros y el río. Y ni siquiera tenía libros para leer.
Habíamos llegado a vivir a la calle Antonio Varas por ahí por el año 71 ó 72. Me pusieron en segundo medio en un colegio de curas que ahora es mixto.
Un sábado en la mañana salí temprano para evadir el aseo de la casa y me fui a vagar por la calle Irarrázabal, llegando cerca de la plaza Ñuñoa.
Afuera de una tienda vi a un hombrecillo canoso y barrigón colocando algo en unos cajoncitos con patas. Me acerqué y vi que eran libros; eran cajones llenos con libros usados. Quedé extasiado. Yo no tenía dinero ni para comprar un chicle, así que mi primer pensamiento fue: ¿Cuánto podría correr si escapaba con un cajón con libros? Tendría para leer a lo menos seis meses.
El librero pareció sospechar algo porque arrimó más a la pared los cajones y, entre toses y carraspeos, los reordenó lentamente.
Yo no me moví de ahí esperando a que se alejara.
Después de un rato que estuvo acomodando se detuvo y me preguntó.
—¿Cuál quieres leer?
—No tengo plata —dije, alzando los hombros y dando la vuelta para irme.
—No pregunté si tenías dinero —me dijo—, te pregunté cuál quieres leer.
Me quedé mudo.
—Elige un libro de los cajones, lo lees y cuando termines lo traes.
Me llevé un libro de aventuras. A los tres días lo tenía de vuelta y me prestó otro. El tercer libro, recomendado por él, era una historia de intrigas de la Rusia antigua.
Tomé la costumbre de pasar a verlo a la salida del colegio, a ayudarle a barrer y a pasar lija a los libros rayados mientras conversábamos de libros y autores.
El día que me prestó un libro de la Atlántida, entre carraspeos me pasó una hoja de papel.
—Escribe aquí tu nombre y dirección.
Me quedé mirándolo sin entender.
—Es para tenerte en mi lista de saludos navideños. —dijo como sin darle importancia.
Una ocasión, mientras revisábamos unos libros recién llegados, le pregunté qué significaba oráculo.
—Significa orar de culo.
Yo me largué a reír y él continuó.
—Al que ora quieto, sentado de poto, le va a pasar siempre lo mismo; ése es su futuro. Al que ora moviendo el cuerpo le van a pasar cosas mejores. Claro que esa no es la definición ortodoxa.
—¿Qué significa ortodoxa?
—Significa que te voy a tronchar el parietal si no sabes usar un puto diccionario. —respondió, entre tosidos, tratando de darme un escobazo.
En las tardes me pedía que le encendiera un cigarrillo a escondidas de su señora, que en ocasiones tuve que terminar de fumar yo cuando se aparecía de repente. Una vez ella me dijo:
—Así que te crees muy listo.
—¿Por qué? —dije asustado, pensando que había descubierto nuestra treta.
—Fumas el cigarrillo como si fuese un habano, cuando fumes habanos sepa Dios qué cosa querrás fumar.
Eché de menos a mi amigo y los olores del local durante las vacaciones de invierno, pues me llevaron a ver a unos parientes al sur. De vuelta me encontré con el local cerrado y al siguiente también. Fui a averiguar al negocio de al lado. Salió un hombre de bigote y me dijo que el librero había fallecido.
—¿Falleció? —le pregunté sin entender.
—Murió hace cinco días. Le dio un derrame. ¿Tenía libros en consignación? —quiso saber él..
—¿Cómo? —respondí.
—¿Cuál es su nombre? —dijo el de bigote.
Le di mi nombre y me dijo que volvía enseguida. Yo, mientras tanto, con los puños apretados, miraba por la calle, esperando que el librero apareciera con su tintineo de llaves para ayudarle a abrir el negocio.
El hombre regresó con una gran caja.
—Aquí están sus libros.
—¿Ahh?
—Aquí indica que son suyos. —dijo mientras me pasaba un papel.
La hoja era la misma donde yo había anotado mi nombre y dirección. Arriba, en letra de imprenta, decía “LIBROS EN CONSIGNACIÓN”.
—Su viuda me encargó que entregara los libros a sus dueños. —agregó el hombre.
Tomé lentamente la caja y le di las gracias con la cabeza gacha, mientras, con los ojos nublados, trataba de no tropezar. Nunca imaginé que podía ser tan desgraciado con una caja llena de libros por leer.
Después de caminar algunas cuadras, para descansar, dejé la caja en el suelo. Vi que un libro estaba marcado con una tira de papel azul con la letra del librero.
El papel tenía escritas estas palabras; “Mejor que un libro es un amigo, y si él se va, entonces aprovecha un libro mientras llega otro amigo”.